La historia del escritor chileno-argentino que ganó el Premio Alfaguara: “La novela es un homenaje a las mujeres que me precedieron”

Fotos: Alejandra López

Tras completar una reconocida carrera como cronista y periodista de investigación en Argentina, Cristian Alarcón se volcó por primera vez a la novela y a recorrer desde el lente de la ficción sus años en el sur de Chile junto a su familia materna. Así creó El Tercer Paraíso, un libro de estructura dual sobre un novato jardinero que examina las raíces de su clan, el que hoy se impuso a otros 898 manuscritos en competencia y que fue celebrado por el jurado por su “vigor narrativo”.


Sumergirse en la creación de la primera novela semeja un duelo. Lo es cuando, como le ha sucedido a Cristian Alarcón Casanova (La Unión, 1970), toda la vida ha estado consagrada a escudriñar en los testimonios de personajes anónimos, hombres y mujeres que no suelen figurar en la historia oficial.

Autor de libros de no ficción como Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (2003) y director de la revista Anfibia y el sitio Cosecha Roja, el escritor y periodista chileno-argentino abandonó momentáneamente su voz de cronista para dedicarse a “transitar la novela como una estructura en la que los que gobiernan la historia son los personajes y en donde el objetivo ya no es dar cuenta del civismo, sino del ser de otros”, señala en conversación con Culto.

Este jueves esa primera incursión formal en la literatura, titulada El tercer paraíso, fue galardonada con uno de los mayores reconocimientos de las letras hispanas. El jurado presidido por el español Fernando Aramburu le concedió el Premio Alfaguara de Novela 2022, dotado con 175.000 dólares y una escultura de Martín Chirino. “El vigor narrativo de una hermosa novela, con una estructura dual”, apuntó en su argumentación.

Con pasajes a los dos lados de la Cordillera de los Andes, el libro comienza cerca de la primera cuarentena de 2020, cuando el protagonista se recluye en su cabaña en las afueras de Buenos Aires y plasma su interés en la botánica cultivando un jardín. Ello lo impulsa a revisar la historia de su familia, oriunda de la localidad de Daglipulli, deteniéndose en el cuidado que le daba a las dalias su abuela Alba y la naturaleza con la que se encontró Humboldt en 1799.

Alarcón –que partió exiliado con su familia a Argentina en 1975– ya advierte el posible impacto de El tercer paraíso una vez que llegue a librerías en los próximos meses: “Sé que voy a dialogar a partir de esta novela con miles y miles de jardineros y jardineras, pero también sé que voy a dialogar con miles y miles de madres e hijas, y de padres e hijos, que de algún modo están intentando transformarse a sí mismos más allá de la transformación social colectiva que los represente”.

-¿La idea de escribir esta novela aparece durante su cuarentena o era algo a lo que le venía dando vueltas hace tiempo?

Yo estuve investigando la historia de los guerrilleros del MIR que construyeron un foco para derribar la diccatura de Pinochet cerca de mi pueblo, en La Unión. Es un libro inacabado. Una novela rusa que algún día terminaré. Y luego estuve sumergido en la historia de Nabila Rifo durante dos años. Cubrí todo el juicio oral. Quizá fue la historia de Nabila la que me inspiró a empezar a pensar que esa mujer a la que le arrancaron los ojos también eran las mujeres de mi familia y de muchas familias, que han experimentado y han sobrevivido a la violencia extrema en un Chile injusto no solo por la distribución de sus riquezas, sino que también por ese acontecer cotidiano en el que la violencia se ha naturalizado.

“El encuentro con la naturaleza me reconcilia con una idea del campo que tuve de niño, que fue el de mis padres y de mis abuelos. Del campo como el lugar en el que nace Chile. Esa ruralidad que luego se instala en los pueblos y en las ciudades, llenas de obreros y de dueñas de casa”.

-”La novela abre una puerta a la esperanza de hallar en lo pequeño un refugio frente a las tragedias colectivas”, señaló el jurado. ¿Qué le pareció esa apreciación en específico?

Da la impresión de que estuvieran hablando de Chile. No sé si fue mi objetivo. Creo estamos ante la experiencia de un autor que, después de mucho tiempo de escribir sobre otres, de escribir sobre narcotraficantes, ladrones, transexuales, prostitutas, prostitutos, trabajadores, migrantes, se atrevió a indagar en su propia historia –en su propia historia migrante, también– para conectarse con la historia escuchada y recreada y cocreada de sus ancestros. Este es un homenaje a mis ancestras sobre todo, a las mujeres que me precedieron, que va desde el año 1940 en adelante, en el lejano pueblo del sur, inspirado en aquel en el que nací, y que intenta engarzarse permanentemente en una estructura elíptica, con un narrador que hace un homenaje a su abuela cultivadora de flores a partir de la creación de un jardín de dalias que va creciendo a lo largo del libro. Y que no solamente se detiene en el detalle botánico y poético que significa el cultivo, que implica la idea de aproximación extrema a la naturaleza, sino que también a la de una violencia atávica extrema que en Chile se sigue perpetuando en muchísimos lugares.

-¿Qué recuerdos tiene de sus años en Chile?

(Gracias a) una experiencia muy personal, muy íntima de meditación, logré recuperar hace ya unos 15 años el momento exacto en el que dejamos la aldea campesina en La Unión para irnos a vivir a la Argentina, en junio de 1975. Lo que logré recordar allí fue la imagen de todos mis tíos y tías, los diez Casanova, a mi abuela y a mi abuelo. A mi abuela apretándose un delantal de flores, con las manos nerviosas, levantando su mano diciéndome adiós. No ha habido para mí una imagen más desgarradora, de todo lo que yo perdí, de todo lo que perdimos muchos, en ese momento.

“Después cada vez que volvíamos al país para los Sanjuanes, para los 18 de septiembre o para el verano, era la felicidad del reencuentro con la naturaleza y con el afecto profundo del clan. Nuestra condición de tribu, de familia que se acompaña, se asisten, se cuidan, en donde la pertenencia la tierra, pero también al profundo amor que suscita el amor familiar, era el resguardo aun en dictadura. Mis recuerdos son recuerdos de ríos, de montañas, de volcanes, de lagos, de agua fría, de ese frío extremo del agua del sur de Chile (…) Yo no he dejado de ser chileno, jamás. Yo puedo hablar como hablo, y si quiero puedo también hablar chileno. Sería una impostación a esta altura de mi vida, pero puedo. Porque la voz materna es la que manda, que no es solamente la de mi madre, sino la de muchas otras mujeres que han signado mi crecimiento como artista, como periodista, como escritor, y han producido en mí quizás un particular tipo de sensibilidad, de humor”.

-La novela se presenta como un relato, pese a todo, luminoso. ¿Fue ese un propósito que manejó desde un comienzo o diría que fue algo más bien natural?

Yo escribí antes un libro que se llama Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (2003) y otro llamado Si me querés, quereme transa (2010). Siempre escribí sobre historias terribles, donde hay muertos, heridos, venganzas, traiciones. En algún momento descubrí que estaba escribiendo sobre mis tíos del campo, que había allí algo de la violencia rural que se derramaba sobre las ciudades, que yo registraba en mi condición metropolitana. No es que tenga un apego por la idea esperanzadora de la literatura, que tenga una intención de crear ese tipo de esperanza que el jurado ve en mi novela. Creo que estamos sometidos a un nivel de preocupación permanente, de paranoia, de desconfianza, que quizás nos haga más sensible; ante una historia que combina esta trama familiar profundamente latinoamericana y este jardín que construye el narrador de esta novela en las afueras de Buenos Aires, haciendo un homenaje a su abuela y volviéndose un jardinero novato que tiene orgasmos ante el nacimiento de sus dalias. Y que el pequeño detalle de esa experiencia botánica siembre un poco de esperanza.

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