César Vallejo, en sus propias palabras: “La precisión me interesa hasta la obsesión”

En enero de 1931, el poeta concedió su única entrevista a un diario español, El Heraldo de Madrid. En la conversación, habló de su poesía, el rol de las palabras y de Trilce, su obra maestra. En el día de su natalicio, hace 130 años, revisamos un archivo poco conocido del notable escritor peruano.


Para cuando dio esa entrevista, la única en vida, César Vallejo tenía 38 años. Ya había publicado sus dos volúmenes fundamentales de poesía: Los heraldos negros (1918) y Trilce (1922). Con este último, había incursionado en la vanguardia poética, y ya se estaba haciendo un nombre como escritor, aunque su situación económica no mejorara mucho por eso. Era un sudamericano sobreviviendo como podía en Europa.

Pero a César González-Ruano, periodista y escritor, la figura de Vallejo le llamaba la atención. El año anterior, se había editado Trilce en la madre patria, y cada cierto tiempo iba y venía desde París, donde residía. Aprovechando una estancia en Madrid, González-Ruano le pidió una entrevista para el periódico El Heraldo de Madrid. El vate aceptó.

La conversación fue publicada en enero de 1931. La misma fue titulada “El poeta César Vallejo, en Madrid”. Poco antes, González-Ruano había conversado con el chileno Vicente Huidobro.

La charla con Vallejo es un archivo que se conoce poco, aunque puede encontrar en libros como El hombre más triste: retrato del poeta César Vallejo, de Daniel Titinger (Ediciones UDP, 2021).

Al comienzo, con unos párrafos introductorios, González-Ruano da cuenta de una descripción vívida del oriundo de Santiago de Chuco. “Este hombre, muy moreno, con nariz de boxeador y gomina en el pelo, cuya risa tortura en cicatrices el rostro, habla con la misma precisión que escribe, y no os espantará demasiado si os juro que en el café se quita el abrigo y lo duerme en la percha”.

Además, González-Ruano se refirió a Trilce, que lo había deslumbrado. “César Vallejo aprisiona en Trilce la precisión como principal elemento poético. Sus versos me dieron, cuando lo conocí, la impresión de una angustia sin la cual no concibo al verdadero poeta. Su desgarramiento por lograr la verdad -su verdad- me pareció terrible”.

—César Vallejo, ¿a qué viene usted?

—Pues a tomar café.

—¿Cómo empezó a tomar café en su vida?

—Publiqué mi primer libro en Lima. Una recopilación de poemas: Heraldos Negros. Fue el año 1918.

—¿Qué cosas interesantes sucedían en Lima en ese año?

—No sé… Yo publicaba mi libro…, por aquí se terminaba la guerra… No sé.

—¿Qué tipo de poesía hizo usted en sus Heraldos Negros?

—Podría llamarse poesía modernista. Encajaban, sí, en un modernismo español, en un sentido tradicional con lógicas incrustaciones de americanismos.

—¿Recuerda usted…?

Es Abril quien la recuerda:

Qué estará haciendo ahora mi andina y dulce Rita,

de junco y capulí;

ahora que me asfixia Bizancio, y que dormita la sangre,

como flojo coñac, dentro de mí.

Lo ha recitado César Vallejo mal, muy mal; pero no tan mal que yo no aprecie las excelencias de esta estrofa, que revela -y más si se la mira con el sentido histórico de su fecha- un auténtico poeta. En ella veo, por lo pronto…

—Veo por de pronto, amigo Vallejo, algo importantísimo en un poeta y sin cuya condición no me interesan ni los poetas ni los prosistas ni las locomotoras; la precisa adjetivación: “flojo coñac”.

—La precisión -dice Vallejo- me interesa hasta la obsesión. Si usted me preguntara cuál es mi mayor aspiración en estos momentos, no podría decirle más que esto: la eliminación de toda palabra de existencia accesoria, la expresión pura, que hoy mejor que nunca habría que buscarla en los sustantivos y en los verbos… ¡ya que no se puede renunciar a las palabras!…

—En Trilce, por ejemplo, ¿puede citarme algún verso así?

Vallejo busca en su libro que yo he traído al café, y elige lo siguiente:

La creada voz rebelase y no quiere

ser malla, ni amor.

Los novios sean novios en eternidad.

Pues no deis 1, que resonará al infinito.

Y no deis 0, que callará tanto,

hasta despertar y poner en pie al 1.

—Muy bien. ¿Quiere usted decirme por qué se llama su libro Trilce? ¿Qué quiere decir Trilce?

—Ah, pues Trilce no quiere decir nada. No encontraba, en mi afán, ninguna palabra con dignidad de título, y entonces la inventé: Trilce. ¿No es una palabra hermosa? Pues ya no pensé más: Trilce.

—¿Cuándo llega usted a Europa, a París, Vallejo?

—En 1923, con Trilce publicado el año anterior.

—¿Usted no conocía a los modernos poetas franceses?

—Ni a uno. El ambiente de Lima era otro. Había alguna curiosidad; pero concretamente yo no me había enterado de muchas cosas.

—¿Cómo pudo usted hacer ese libro entonces, ese libro que, incluso como poesía verbalista, pregona conocimientos de toda clase?

—Me di en él sin salto desde Los Heraldos Negros. Conocía bien los clásicos castellanos… Pero creo, honradamente, que el poeta tiene un sentido histórico del idioma, que a tientas busca con justeza su expresión.

—¿Qué gente conocía usted en París?

—Poca. Desde luego no busqué escritores. Después encontré a un chileno, Vicente Huidobro, y a un español, Juan Larrea.

(Séame aquí permitido recordar a Juan Larrea, poco o nada conocido de nadie. Gran poeta nuevo. Le conocí en el Archivo Histórico Nacional, donde era archivero. Un día se despidió, abandonó la carrera y dijo que iba a hacer poesía pura a París. Dos o tres años. Se fue a París, diciendo que se iba a hacer poesía pura, y se metió en un pueblo peruano, donde, naturalmente, no se le había perdido nada. Dos años de soledad, de aislamiento. Nunca quiso publicar sus versos. Un día se cansará definitivamente, y diciendo que se va a hacer poesía pura, llegará al limbo de los buenos poetas, donde ángeles desplumados tocan violines de sueño. ¡Gran Larrea!)

—Para terminar, amigo Vallejo, ¿obras inéditas?

—Un drama escénico: Marnpar. Un nuevo libro de poesía.

—¿Qué título?

—Pues…Instituto Central del Trabajo.

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