El hombre imperfecto: un relato de Jaime Bayly
Pensé que me sentiría mejor, gracias a ejercitarme. No ha sido así. Hace días me siento tan mal que ya no puedo subir a la cinta. Me ha atacado una enfermedad sin nombre, insidiosa.
Hace unas semanas mi esposa me convenció para hacer ejercicios en el gimnasio de la casa. Llevaba años sin ejercitarme y estaba subido de peso. Inaugurando unos desusados hábitos atléticos, empecinado en adelgazar, subía todas las tardes a la cinta para correr, elegía una velocidad moderada y, una hora después, bajaba, sudoroso, alardeando de mi resistencia, como si hubiera corrido una maratón.
Pensé que me sentiría mejor, gracias a ejercitarme. No ha sido así. Hace días me siento tan mal que ya no puedo subir a la cinta. Me ha atacado una enfermedad sin nombre, insidiosa. No me deja respirar bien, no me deja dormir bien, me tiene hecho polvo, a mal traer, con una tos horrible que convierte a mi boca en una de las siete puertas del infierno. Hacía tiempo no me sentía tan mal.
Mi esposa dice que es un caso de pura mala suerte. Ella cree que he enfermado a pesar de hacer ejercicios. Yo discrepo. Yo creo que estoy fatal por culpa de los benditos ejercicios. Quiero decir: si no alteraba mi rutina, subiéndome a la cinta cada tarde, ahora estaría respirando bien y no tosiendo de mala manera.
¿Por qué he enfermado en el gimnasio de casa? Tal vez porque mi esposa lo mantiene helado. Yo apago el aire acondicionado antes de subirme a la cinta, pero ya el ambiente está muy frío. Durante una hora, me agito, sudo y respiro un aire gélido. Tiendo a pensar que por eso me encuentro ahora colonizado por unos bichos enemigos, invisibles. Yo no puedo cohabitar con el aire acondicionado. Me enferma enseguida.
A veces, por querer ser una mejor persona, por aspirar a la versión ideal de uno mismo, terminas peor de lo que ya estabas. De haber sabido que enfermaría así, me habría resistido enfáticamente a subir a la cinta del gimnasio. No todos hemos nacido para agitarnos y sudar. A mi esposa le hace bien. A mí, por lo visto, no.
Es un problema que tiene que ver con las expectativas. Si tratas de ser perfecto, me temo que vas a sufrir, vas a enfermar, vas a extrañar el tiempo en que eras imperfecto. La aspiración a la pureza, la virtud y la perfección absolutas, probablemente te condenarán a una vida infeliz, a una enfermedad pérfida que no cede y saca lo peor de ti.
La enfermedad, bien mirada, es siempre una producción a cargo de la muerte, ese estudio de ficciones tan poderoso. A veces, como en mi caso ahora mismo, la muerte te deja ver un cortometraje promocional de dos semanas sobre cómo tu salud se deteriora de pronto, el aire no entra bien a tu organismo, la tos se torna viciosa y dolorosa y, de noche, no puedes dormir, ni siquiera tomando más pastillas. Entonces la muerte, que exhibe ese corto en tiempo real, contigo mismo como protagonista, te dice: prepárate, esto es solo el preludio de lo que viene, lo peor está por venir. Más adelante, la muerte te deja ver ya no el corto, sino la película completa, y la exhibición de esa cinta sobre el dolor físico, las capacidades mermadas, el sufrimiento y la agonía, la humillación de verte rebajado a ese despojo, seguramente te convencen, porque eso quiere la película, de que, así las cosas, es mejor morir que seguir viviendo, y entonces te entregas sabiamente al descanso de la muerte porque comprendes que vivir así, viendo esa película miserable, actuando en ella, ya no es vida.
Estos días tosiendo de madrugada sin poder dormir, recorriendo las camas y los sillones de la casa como un fantasma con frazadas, he sentido poderosamente que, si el resto de mi vida fuese tal como es ahora, elegiría a no dudarlo irme a otra parte. La vida, sin aire, sin reposo, sin bríos, sin libertades creativas, no es vida. La vida, sin poder escribir, no es vida para mí.
Pensar que me metí en este lío solo por tratar de hacer gimnasia y bajar de peso. Estaba tan a gusto con mi barriga, mi vida sedentaria y mis diez horas durmiendo con las pastillas que me recetó el doctor. Ahora ni he bajado de peso, ni me apetece comer ni me llevo bien con la vida en general, y eso incluye ver partidos de fútbol, lo que ya es mucho decir. De nuevo, la utopía de la perfección puede ser un desvío equivocado, una trampa mortal.
Hace muchos años mi novia de entonces sufría porque yo no había terminado la universidad. Yo le decía que no quería volver a la universidad, a ninguna universidad, porque deseaba ser un escritor, y estaba seguro de que eso no se aprendía en una universidad. A ella, sin embargo, que su pareja no tuviese un grado académico le parecía una vergüenza, una imperfección. No quería que su novio fuese un desertor de las aulas, quería que fuese un bachiller, un licenciado, un doctor. ¿Bachiller o licenciado en qué?, le preguntaba yo. Ella insistía: en filosofía, o en ciencias políticas, que es lo tuyo. Conspirando secretamente con mi madre, presentó mis papeles a la universidad donde ella cursaba una maestría. Me admitieron. Me dio la gran noticia, eufórica. Yo lo tomé como una pésima noticia. Le dije: iré a la universidad, pero no a clases, sino a la biblioteca, y allí escribiré mi novela. El primer día de clases, cumplí mi palabra. No asistía a clases, no me interesaba ser perfecto, pero me escondía en la biblioteca y escribía mi primera novela. De no haber seguido mi intuición, quizá no habría sido un escritor. Comprendí, joven todavía, que, en mi caso, la perfección de ser un escritor, o coronar ese sueño, me exigía la imperfección de no alcanzar un grado académico. A mi esposa, de cara a su madre, a mi madre, esa imperfección, aquella mancha en mi carrera, le daba vergüenza. A mí, en cambio, me daba vergüenza cuando pasaba un día sin escribir, un día que me parecía perdido.
A veces, entonces, las personas que más te quieren te aconsejan que hagas las cosas que menos te convienen. Nadie, ni tu novia, ni tu madre, ni tu suegra, sabe mejor que tú mismo dónde debes buscar el tesoro esquivo de la felicidad.
También sufrí y me enfermé por querer ser un hombre que no pude ser en el territorio azaroso del deseo. Mi primera esposa, y mi madre, y mi suegra, mujeres todas muy estimables, se atacaban de temblores malsanos porque yo les decía que no era del todo heterosexual, que unos vientos díscolos al sur del ombligo me lo impedían. Me decían que yo estaba confundido, mal informado, aturdido. Me aseguraban que se trataba de un estupor pasajero, una niebla temporal. Mi madre, en particular, me decía que, si yo rezaba con fervor, si volvía a misa, dejaría de cuestionar mi identidad y comprendería que era un hombre cabal. Sensible a esas presiones, le pedí a Dios que, si no era mucho pedir, ordenase mis apetencias eróticas y me ayudase a desear solo a mi primera esposa. Por tratar de llegar a la quimera de la pureza absoluta, a la perfección en el deseo puro, sin ambigüedades, descubrí que, mientras más reprimía unos instintos genuinos, más pensaba en ellos, en explorarlos. Es decir que, una vez más, la aspiración a ser perfecto me condenaba a una vida peor. Resignado, me dije a mí mismo: besa a las mujeres que quieras besar, y a los hombres que quieras besar, y así estarás bien, porque ese mismo eres tú, y no el hombre virtuoso que otras señoras desean que seas.
Imperfecto por gordo, imperfecto porque no tengo un grado académico, imperfecto porque me gustan las mujeres, pero también los hombres, advierto a mis amables lectores de que, cuando te niegas a aceptar tus imperfecciones con el celo de un fanático, habrás de pasarla mal. De momento, he llegado a la conclusión de que, si me recupero, no entraré más al gimnasio de esta casa.
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