Literatura, amor y alcohol: la correspondencia de John Cheever

Cheever

Llega a librería Cartas, ejemplar que reúne misivas inéditas en español del escritor estadounidense.


Tiene 63 años y ya es un nombre reconocido dentro de la narrativa norteamericana. Lleva tres décadas publicando sus cuentos en la famosa revista The New Yorker. Ha obtenido becas, galardones y acaba de hacer clases, una temporada en Iowa y otra en la Universidad de Boston. Es 1975 y a pesar de haber estado al filo de la muerte, debido a un ataque cardiaco, su problema con el alcohol regresa con intensidad. Le gusta el whisky y la ginebra.

"El edificio es palaciego y nada sórdido. Los inquilinos son cuarenta y dos drogadictos y alcohólicos clínicos. Estamos encerrados. Es un encierro voluntario, pero tendré que esperar doce días antes de poder dejar estas habitaciones y solo podré salir dos horas para asistir al servicio religioso matutino en el Descanso Celestial", escribe John Cheever a su amigo y editor William Maxwell, desde una clínica de Nueva York.

Las palabras del autor son parte de Cartas, volumen que reúne decenas de misivas, muchas inéditas en español, de John Cheever, que ahora llegan a librerías. Es el comienzo de la reedición del catálogo de su obra por Penguin Random House. Labor que incluye una nueva edición de Cuentos, ejemplar de más de 800 páginas, que contiene 60 relatos del autor de El nadador y El marido rural.

En las Cartas, el trabajo editorial fue realizado por su hijo Benjamin, y viene a completar un retrato biográfico comenzado con la publicación de los Diarios, en 1990, del escritor llamado "el Chéjov de los suburbios norteamericanos". Un padre de familia más bien atormentado, que se levantaba tomando martini, criaba perros de caza, escribía 10 a 30 misivas a la semana, a amigos y cercanos, entre ellos amantes, mujeres y hombres.

"La revelación más difícil para mí, como hijo suyo, fue hasta qué punto mi padre era homosexual", señala Benjamin Cheever en el prólogo, titulado El hombre a quien creía conocer. "Mi impresión es que el engaño constituía una parte esencial de su carácter. Además, sus impulsos homosexuales nunca eclipsaron los heterosexuales", agrega el hijo, cuyos padres, John y Mary Watson, se casaron en 1941. Solo se separaron con la muerte del narrador, cuando tenía 70 años, en 1982.

"Tengo una larga serie de apuntes sobre lo indigno que soy y diciéndome que es mejor no verte, porque cuando te veo no veo nada más durante un tiempo", le dice John Cheever a la actriz Hope Lange, en una carta fechada en julio de 1969.

Los apuntes desconocidos del escritor, nacido en 1912 en Quincy (Massachusetts), tienen varios destinatarios. Seleccionadas por su hijo, la mayoría de las cartas son para Bill, como llamaba a William Maxwell, su editor de The New Yorker por cuatro décadas. Pero también recibirán correspondencia algunos de lo mejores narradores estadounidenses del siglo XX, como John Updike, Saul Bellow y Philip Roth.

Sin formación

Nunca terminó la escuela. Fue expulsado cuando lo sorprendieron fumando. Del incidente hizo un cuento y lo vendió al periódico New Republic. Seguiría siendo su negocio durante décadas junto con salir a recorrer el barrio y capturar los encantos y desilusiones de la clase media. Luego de escribir, con rigor y obstinación, enviaba sus ficciones a revistas como Atlantic y The New Yorker, que lo hizo un autor más de la casa.

Siendo un veinteañero en la década del 30, instalado en Nueva York, trabajó entre otras cosas, como ayudante de fotógrafo y lector de novelas que resumía para los directivos de Metro-Goldwyn-Mayer.

"No tengo oficio, título, ni formación especializada. Mis solicitudes para todo tipo de empleos, desde cobrador de autobús, hasta redactor de una agencia de publicidad, han sido totalmente inútiles", escribe Cheever en una carta a Elizabeth Ames, directora ejecutiva de la colonia de escritores de Yaddo. Allí pasará un par de temporadas, donde partirá un recorrido de autor profesional.

"A veces me preocupa mi incapacidad para vender. Ya va siendo hora de que aprenda. Hace unos días contraté a un agente y puede que eso ayude, aunque creo que la culpa hasta ahora ha sido sobre todo mía", le dice en otra misiva a Ames.

Sin embargo, su inseguridad con respecto a sus estudios volvió cuando ingresó al ejército, en 1942. A pesar de obtener el grado de sargento, el bajo test de inteligencia le negó la admisión a la Academia de Oficiales.

Estando en un campamento, en Carolina del Sur, le escribió a Bill, su querido editor. "Paso mucho tiempo fantaseando con ideas literarias cuando debería estar persiguiendo un muñeco con una bayoneta", apunta, y le comenta que ha encontrado cerca una cervecería llamada Heidelberg.

Vendrán tiempos mejores. En la década del 50, lo invitan por primera vez a dar clases en la Universidad de Iowa y publica su ansiada primera novela, La crónica de los Wapshot. También Hollywood adquiere los derechos de su historia El ladrón de Shady Hill, para su adaptación cinematográfica, por 40 mil dólares.

Pero el problema con el alcohol era una batalla histórica. "Me siento mal y paso mucho tiempo esperando el martini de mediodía y el whisky de las cinco y me escribo a mí mismo, en el dormitorio de invitados, cartas de felicitación por el libro (¡deslumbrante!) y cartas de desánimo", le narra a Bill en una misiva. Su amigo igualmente fue objeto de los malos momentos de Cheever. Ambos también se pelearon. "Corta ese cuento y no volveré a escribir para ti ni para nadie. Puedes pedirle a ese condenado Salinger de cuarta fila que te escriba los puñeteros cuentos, pero no esperes que yo lo haga", le dijo el reputado cuentista. Con el tiempo el amigo Bill ha dicho: "John Cheever jamás escribió una mala carta".

Conflicto de egos

Los 60 fueron una década de altos y bajos para John Cheever. En 1964 asistió un mes a Rusia, junto a John Updike, invitado dentro de un programa de intercambio cultural. Allí conoció al poeta Yevgueni Yevtushenko e igualmente hizo amistad, hasta el final de sus días, con su traductora Tanya Litvinov. Varios de sus diálogos son reproducidos en el libro Cartas.

"Están rodando El nadador en Westport, una ciudad cercana, y creo que están haciendo una labor espléndida. Van a utilizar trece piscinas y Burt Lancaster es Ned", le escribe John a Tanya sobre su relato llevado al cine en la dirección de Frank Perry y Sydney Pollack.

Más adelante le hace una confesión literaria: "Leí casi todo James cuando tenía dieciocho años y me embriagaron las indirectas, los circunloquios, las zonas de luz, y los elevados discursos pronunciados en el crepúsculo. Hace cinco años me compré sus obras completas y me dispuse a releerlas. Fue horrible".

Terminando los 60 otra confesión. Esta vez sobre "El demonio del ron": "Hay un terrible parecido entre la euforia del alcohol y la euforia de la metáfora -la sensación de que la imaginación es ilimitada- y a veces sustituyo o aumento la una con la otra".

La relación de Cheever con sus pares estuvo teñida de competencia. Admiraba el trabajo de Updike y Bellow, pero estaba siempre pendiente lo que publicaban y de las ventas cuando sus libros coincidían en vitrinas.

"Creo que entre los dos hay un conflicto de egos que hace imposible una feliz amistad. A menudo me siento muy solo, pero supongo que es normal", escribe a mediados de los 70 sobre Updike.

Vendrá el colapso alcohólico. Después algunos años de distancia con la bebida y el cigarrillo. También llegará el reconocimiento. Su novela Falconer, en 1977, se mantuvo tres semanas en el número 1 del ranking de The New York Times y The Stories of John Cheever vendió 125 mil ejemplares. Título por el que obtuvo el Premio Pulitzer, en 1979.

Hospitalizado se le diagnosticó un tumor en el riñón derecho. A los doctores les regala ejemplares de su conjunto de relatos. En 1981 le aseguran que tiene cáncer y su doctor le da seis meses de vida.

"Me ha aquejado un molesto cáncer. Una vez por semana me llenan las venas con un producto napolitano para limpiar alfombras destilado del Adriático y estoy calvo como un huevo. De todos modos sigo coleando y haciendo rabiar a los gatos. Nos encantaría verte", le escribe a Philip Roth un mes antes de morir.

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