Columna de Héctor Soto: Desquite y reparación



El gobierno de Piñera se está terminando y a lo mejor se necesitaría demasiado sentido melodramático de la política para ver en su último mensaje a la nación el comienzo del fin. En rigor, el telón había comenzado a caer mucho antes. Siendo decisivo y crucial lo que viene por delante, lo cierto es que nada de esto será, para bien o para mal, de la incumbencia del gobierno.

Piñera llega solo hasta aquí. Sus tareas fundamentales son seguir enfrentando, con más responsabilidad que éxito, por culpa de las malditas mutaciones del virus, la actual pandemia y tratar de neutralizar la aguda crisis económica que significó esta emergencia. También tendrá que proveer las mejores condiciones posibles para el trabajo de la Convención Constituyente y mantener el ojo muy puesto en la variable de orden público, porque está claro que hay grupos interesados en generar provocaciones y desórdenes que pongan en aprieto a las policías y desprestigien todavía más a la autoridad.

Puesto que en la última cuenta pública el Presidente se puso más cerca de lo que nunca antes ha estado del juicio de la Historia -lo cual explica el tono reflexivo de sus palabras y la voluntad de salirse de la contingencia más inmediata-, la decisión de ponerle urgencia al proyecto de matrimonio igualitario puso de manifiesto que el Mandatario no quiere que su legado se agote en la pura gestión de la pandemia y en la solución que encontró para destrabar el conflicto político que instaló el estallido de octubre de 2019. Esa solución -muy forzada por las circunstancias, justo es reconocerlo- se tradujo en el llamado Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución que, con distintas dilaciones, es el libreto que Chile ha estado siguiendo para llegar a definir, más que una nueva Carta Fundamental, los parámetros de un nuevo pacto social.

La alharaca por el matrimonio igualitario en el caso de Piñera tiene su historia. Algo hay de reparación postrera en este cuento. El asunto se remonta a su primera administración y al compromiso que contrajo entonces como candidato de sacar adelante la iniciativa del acuerdo de vida en común, llamado a regular básicamente asuntos patrimoniales de parejas convivientes tanto heterosexuales como homosexuales. El tema quedó instalado en la franja electoral y cuando Piñera llegó a La Moneda no se sabe si fue su gabinete, o si fue su Segundo Piso, o si fue el comité político de entonces quienes consideraron inconveniente impulsar la iniciativa. Porque ciertamente el tema dividía a la coalición, cosa que siempre se había sabido. El proyecto, entonces, quedó durmiendo en alguna gaveta de La Moneda, hasta que la administración siguiente lo desempolvó y se cubrió de gloria promulgándolo. Lo que Piñera no pudo por timorato, por no quebrar huevos, Bachelet lo sacó de un plumazo y es obvio que desde ahí el Presidente quedó con la bala pasada. Fue una derrota que nunca quiso comprarse, pero a la cual, en definitiva, no le quedó otra que allanarse.

En este sentido, lo de ahora tiene algo de desquite y también algo de reparación personal. Como el Presidente quedó en deuda con las uniones civiles en su primer gobierno, ahora su decisión es ir más allá, uniéndose al propósito del gobierno anterior de instalar desde ya el matrimonio igualitario. Es curioso, en todo caso, que Bachelet no lo haya convertido en ley, siendo que tenía mayoría en ambas cámaras. Piñera le debe haber dado muchas vueltas al tema y cuesta creer que la decisión le haya dolido. Esta es mi oportunidad, debe haber pensado. Sabía que en un sector de la coalición el asunto caería como una bomba. Sabía que muchos parlamentarios lo leerían como una traición. Sabía que el gesto cortaría varias de las pocas lealtades que quedaban con el gobierno en el sector. La pregunta es si eran relevantes, si cambiaban los equilibrios de la balanza. Y también la soledad política en que deambula este gobierno es más patética ahora, con el griterío político que ha generado, o más patética antes, cuando estos temas no se tocaban, aunque igual la coalición andaba perdida y desarmada.

Para quien debiera ser el líder del bloque, la decisión presidencial puede ser, desde luego, bien discutible. Las políticas públicas no son para saldar sentimientos personales de culpa. Sin ser parte del plan, las repercusiones por supuesto que han agitado las aguas de las primarias de Chile Vamos. Pero, descontado ese efecto, que es sano, porque no es presentable seguir encapsulando los temas, y dado que el liderazgo que el Presidente debiera tener ya no lo tiene, hay algo respetable en jugársela por un proyecto que, a su juicio, responde a una necesidad de justicia y a un testimonio de coherencia política. Cuando quiso, Piñera no pudo darlo. Ahora que se atrevió, tal vez comienza a sentir que está poniendo sus cuentas en paz.

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