
Columna de Héctor Soto: La hora del lobo

No es la primera vez que el país se enreda con las cifras. Los mayores seguramente recuerdan los largos debates de fines de los 80 y comienzos de los 90 respecto del número de pobres que tenía Chile. Hubo quienes se doctoraron en estos pleitos y encontraron en este nicho específico una fuente de autoridad que incluso les duró más que la experiencia de pobreza de amplios sectores de la población.
Con las cifras de la actual epidemia ocurrirá seguramente otro tanto. La sospecha de que el gobierno podría estar manipulando la cantidad de víctimas fatales, para vestir un poco mejor su gestión de la emergencia, ha crispado hasta el insulto y la furia a las redes sociales y ha despertado el celo estadístico incluso entre quienes apenas sabemos sumar y restar.
Está claro, en todo caso, que esta contienda contra el coronavirus se ganará mucho antes en las salas de cuidados intensivos del sistema de salud, y también en la disciplina que tengamos como sociedad para acatar las cuarentenas, que en las planillas de cálculo de la pandemia o en las fatídicas proyecciones que se hacen para las próximas semanas.
La verdad es que sabemos poco. Muy poco. Este reconocimiento, que por cierto no envuelve renuncia alguna en el caso del común de la gente, es muy duro para quienes han dedicado su vida al estudio de las epidemias. Es, además, muy dramático y desafiante para las autoridades a cargo de la gestión de la emergencia. El curso que ha seguido en Chile esta pandemia ha demolido laboriosos cálculos y proyecciones -los castillos de naipes de los que habló el ministro Mañalich-, básicamente porque el virus no se comporta igual en todas partes. La misma estrategia que movió a descartar las cuarentenas obligatorias y a priorizar el autocuidado individual de los ciudadanos, por ejemplo, condujo a Uruguay a un resultado que se ha traducido en 25 muertos, mientras que Suecia, que fue el país que había inspirado el mismo modelo, terminó enterrando a más de 4.500 víctimas del Covid. Aun considerando que Suecia tiene casi el triple de población que Uruguay, entre la experiencia de uno y otro país no hay ninguna correlación. Lo que fue un éxito para el gobierno del Presidente Lacalle, al final fue un fracaso de proporciones en Escandinavia. A países con cuarentenas largas y supuestamente muy estrictas les ha ido muy mal -es el caso de Perú-, tal como otros, con estrategias bastante menos coercitivas, lograron responder mejor a las circunstancias. Por lo mismo, es difícil determinar si el desempeño de Chile hubiera sido muy diferente siguiendo modelos distintos al que adoptó el Ministerio de Salud. Los críticos ponen el acento en los costos que tuvo este manejo. Pero no sabemos qué daños mayores pudo haber evitado. A pesar de lo mucho que ha aprendido la comunidad científica en las últimas semanas, el mar de lo que no sabemos sigue siendo un océano profundo y tormentoso.
Todos los indicadores llevan a configurar tres grandes anomalías de la epidemia en Chile. La primera se relaciona con la duración del ciclo de contagios. Lo que en Estados Unidos tomó poco más de cien días y en España unos cuatro meses, en Chile, por lo visto, se alargará otro mes más, hasta julio. La segunda es que el número de contagios es entre nosotros muy alto. Tenemos alrededor de 7.500 contagiados por cada millón de habitantes. Naciones que no tuvieron una gestión muy exitosa de la pandemia, como Estados Unidos, España o Italia, tienen cifras de contagio muy inferiores. La tercera anomalía proviene de la baja tasa de letalidad, del orden del 1,8% de la base de infestados. El índice, con todo el duelo que comporta, habla bien de nuestro sistema de salud, pero más valdría dejar los sentimientos de orgullo para más tarde, porque por ahora ignoramos qué otros factores podrían estar incidiendo en esta variable.
Pocas veces el país había estado ante una prueba tan dura en su historia. Estamos probablemente en lo peor de la crisis, literalmente en la hora del lobo. Hasta esta semana no se vislumbraba ningún rayo de luz. Todos los indicadores habían empeorado y nuestras falencias -fragilidad del sistema político, ansiedad gubernamental, polarización ideológica, terquedad en la gestión, pequeñez en la cobertura noticiosa- estaban quedando muy al descubierto. Malos tiempos para la confianza y el optimismo.
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