La frágil legitimidad

INSTALACIONES DEL PALACIO PEREIRA QUE FUNCIONARA COMO SEDE DE TRABAJO DE LA CONVENCIÓN CONSTITUCIONAL Mario Tellez / La Tercera

Así como la Convención deberá ofrecer al país una propuesta de una nueva institucionalidad, su trabajo también debiese tener como objetivo de primer orden –si acaso no el propósito más relevante– la construcción de legitimidad a lo largo de todo el proceso.


El proceso constituyente es el camino que el sistema político propuso a la ciudadanía para enfrentar una profunda crisis de legitimidad. En ese itinerario, tan importante como la resolución del conflicto, es resguardar el camino que se eligió –Congreso y plebiscito mediante– para encauzar la ruptura. Sobran ejemplos reñidos con esto: la declaración de la “Vocería de los Pueblos”, estableciendo que no se subordinarían a las reglas prestablecidas, así como posiciones que solo comenzaron a aceptar los quórums porque la derecha no logró el tercio o por falta de tiempo –pienso en Jaime Bassa, Fernando Atria o Daniel Jadue–. Todas ellas constituyen un riesgo para la resolución del problema central de nuestro orden político.

Dicho de otro modo, así como la Convención deberá ofrecer al país una propuesta de una nueva institucionalidad, su trabajo también debiese tener como objetivo de primer orden –si acaso no el propósito más relevante– la construcción de legitimidad a lo largo de todo el proceso. Ahora bien, si pensamos el trabajo de la Convención desde el prisma de la legitimidad, aparecen dificultades formidables, sobre todo por el momento político que enfrenta el país. No resulta exagerado afirmar que la mayor complejidad reside en la incapacidad de los distintos actores públicos —Presidente, Congreso, partidos políticos— para vincularse de modo eficaz con la ciudadanía. Estamos ante una crisis radical de la mediación política: la ciudadanía no encuentra eco de sus aspiraciones en las instituciones mismas.

Esto se ha producido por distintos motivos. En efecto, existen demandas por reconocimiento por parte del sistema político, por mayor incidencia en éste y por una repartición más equitativa de las competencias y poderes. En esto reside el principio democrático de la legitimidad: la capacidad de que el sistema político refleje los valores que interpretan a la ciudadanía. Dependerá de la proactividad de la Convención el recoger y reflejar de manera institucional esos anhelos, como constatan distintos estudios, entre los que destaca “Tenemos que hablar de Chile”.

Este principio democrático encuentra su complemento indispensable en el respeto a las formas y reglas establecidas. Solo las formas, las defenestradas formas, permitirán que esa voluntad democrática se exprese y se condense en nuevas maneras de ejercer el poder. La idea de limitar la soberanía popular, aunque paradójico, es su tabla de salvación. Son estos cauces los que llevan la voluntad democrática a la concreción, a su condensación en arreglos institucionales; además de permitir que los más no aplasten a los menos y emerjan las diversas sensibilidades presentes en la Convención.

Lo anterior es especialmente cierto cuando estamos en un proceso que, como subraya Claudio Alvarado en su reciente libro “Tensión constituyente”, encuentra su origen inmediato en un acuerdo político, votado por ambas Cámaras, promulgado como reforma constitucional y ratificado por un plebiscito. Los manoteos constitucionales mencionados desconocen la fragilidad de los caminos institucionales que, justamente, les entregan la vocería y la incidencia en el proceso político formal.

De ambos principios se siguen ciertas consecuencias para la legitimidad de la nueva Constitución. En el flanco democrático, destacan la importancia de la participación electoral, más débil después de la elección de convencionales y la segunda vuelta de gobernadores; un énfasis marcado por la transparencia y rendición de cuentas, tomando en cuenta sus límites; la participación incidente de las personas en la discusión, sin que ningún grupo pueda capturarla, y sin perjuicio de la dimensión representativa del proceso –por algo elegimos convencionales–; y crear, finalmente, una Constitución de valores mínimamente compartidos.

En cuanto al respeto de las formas –lo que podríamos llamar el principio de juridicidad—, es importante que la Convención cumpla su misión de redactar una nueva Constitución, y no se desvíe en otras actividades, ciñéndose a las reglas que el sistema político acordó para viabilizar el cambio institucional. Asimismo, es clave recordar que la Convención es esencialmente representativa, pero que debe trabajar en una idea sustantiva de representación; y descartar de modo explícito la violencia como medio político válido. No valen, entonces, los llamados a rodear la Convención.

Lo que une y articula ambas dimensiones de la legitimidad no es otra cosa que la política, la frágil e indispensable actividad que permite poner de acuerdo a los distintos y caminar en medio de las dificultades. Solo en su despliegue será posible transitar nuestro momento y configurar un sistema legítimo.

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