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El Universo Carreño

Cubano y chileno, pintor y profesor, figurativo, abstracto y geométrico, viajero, calmo y fiestero, esposo (varias veces) y padre (solo dos). Mario Carreño fue muchas cosas, pero sobre todo un artista fundamental y una persona muy, muy querida. Ahora, gracias a la muestra que exhibe actualmente el MNBA, tenemos la oportunidad de aproximarnos a su mundo y apreciar su legado.

"Imbécil". Ida González se acuerda de que una periodista escribió que su marido había muerto en la inopia y se enoja. Mucho. Aún se pregunta de dónde sacó eso, si buscaba impactar o una vindicación gratuita. Está segura de que no habló con ninguno de sus cercanos. De otra manera habría sabido que, incluso durante los años de su postración, sus amigos nunca dejaron de visitarlo; que las ventas de sus pinturas -para nada devaluadas- permitían pagar los altos costos de su atención médica, incluidas dos enfermeras; que por la extraordinaria calidez y generosidad que había demostrado a lo largo de una vida plena, era imposible que Mario Carreño -su Marito- sufriera ese olvido cruel que llamamos ‘el pago de Chile’.

Nunca hablaron de la partida. Ida cree que él trabajaba en eso en silencio, desde que después de una serie de episodios más leves quedó totalmente impedido. Tenía conciencia: se reía de los chistes si eran buenos y hacía pequeñas pataletas si le cambiaban el televisor a la hora de ‘Xena, la princesa guerrera’ o durante algún despacho sobre la detención de Pinochet en Londres. El momento llegó la madrugada del 20 de diciembre de 1999. Ida González despertó con un golpeteo en su puerta. “Don Mario se va”, escuchó decir a la enfermera del otro lado. Corrió a la pieza donde su marido había pasado los últimos cinco años, sin mejorar ni empeorar, y le tomó una mano. La hija menor de ambos, Andrea, sostuvo la otra. Se quedaron así hasta que él exhaló ruidosamente por última vez.

El deterioro había comenzado varios años antes. Se manifestaba como un movimiento del pie derecho cuando la orden era para el izquierdo. Y una vez, en Cuba, a principios de los 90, causó una situación incómoda: Mario Carreño volvía a su país de origen, con el que había perdido todo contacto en 1959, ya no como un ‘gusano’ (traidor a la Revolución) sino como un artista consagrado y el Museo de Bellas Artes de La Habana lo reconocía con una gran retrospectiva; antes de subir al avión que lo traería de vuelta a Santiago, frente a las autoridades de la cultura en la isla, con el puño en alto gritó ¡Viva Chile!.

“Los cubanos quedaron un poco choqueados”, se ríe ahora Andrea, que vive en París y está de visita por unas semanas. Toda la familia y algunos amigos acompañaron a Mario en ese viaje a La Habana. Allá vieron que a pesar de ser el menor de 10 hermanos, nacido en 1913, ya no le quedaba mucha parentela. La mayoría había muerto o emigrado a Miami. Andrea conoció dos primos cubanos, ambos tenían más de 80 años.

Todos los recuerdos de Andrea parten aquí, en una casa de Providencia con un jardín sombreado por árboles y enredaderas que no se sospecha desde su fachada continua. “Llegamos cuando yo tenía dos años y mi hermana (Mariana), tres. Era un papá muy cariñoso y presente. Siempre tuvo su taller acá. Al momento de trabajar era muy introspectivo, metódico, pausado, sereno; proyectaba una calma acogedora. Pero cuando llegaban los amigos se armaba la fiesta”.

Entendió esa introspección laboriosa cuando se convirtió en artista también. Recuerda que Mario se enorgulleció al escuchar sobre su decisión, que ofreció presentarle a todos en la Escuela de Arte UC -que él contribuyó a fundar- y ayudarla en todo. “Cuando terminé lo vi emocionado, sorprendido y un poco asustado. Creo que la brecha de la edad le impedía ser más directo, pero me dijo que era un camino hermoso, aunque duro, lleno de incertidumbres. Me veía muy chica quizás. Él tenía 57 cuando me tuvo y casi 80 cuando me titulé”.

En el jardín sombreado e insospechable, madre e hijas -Mariana se suma un poco más tarde- se turnan para contar historias que empiezan con “te acuerdas cuando el papá hizo…”, “cuando le dijo a…”, “cuando se disfrazó de…”. Esta que relata Ida es clásica: “La Payita (Miria Contreras, la secretaria personal de Salvador Allende) tenía talento para juntar gente de todas las ideas y colores políticos, del Partido Nacional o socialistas, sin que nadie se peleara. Me acuerdo de una comida que se puso muy seria, con un pariente lejano de ella que era militar, muy seco. Justo cuando eché de menos a Mario, tocaron el timbre. Se abrió la puerta y entraron dos personajes con pelucas rojizas, vestidos, labios pintados y bigotes. Fue la chacota más grande, pero ni así se río el milico. Me acuerdo de haber mirado a Mario con los labios pintados y haber pensado ‘con este hombre duermo yo’”.

Ida le daba codazos a Mario cuando él, al encontrarse con alguien que no había visto en algún tiempo, decía, por ejemplo, “¡oye que estás gordo!”. La gente se daba cuenta de que no quería herir o molestar. Nadie le negaba su amistad. Por el contrario, cada 24 de junio la casa se llenaba de gente para celebrar su cumpleaños. Los invitados podrían superar las 200 personas y entre ellos estaban Carlos Ortúzar, Patricia Ready, Julio Jung, Mario Fonseca; Gaspar Galaz estuvo a punto de romper mesas con su efusividad al conversar. Pablo Neruda no vino a esta casa, pero fue varias veces a la que tuvieron antes en Pedro de Valdivia. Fueron grandes amigos.

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Juan Campos no había visto a nadie comer queso y mermelada en galletas de agua hasta el día en que su profesora más querida lo sirvió con el té para un señor de bigotes que había invitado a su taller. A Juan no le gustó mucho, pero parece que a ellos les encantaba: comenzaron a hacerlo más y más seguido. Tiempo después le informaron a Juan que estaban viviendo juntos.

“Yo vine de Linares a estudiar en la Escuela Experimental de Educación Artística. Ida González enseñaba ahí y vio un talento especial en mí. Yo iba seguido a su taller en Bellavista 61, solo para estar con ella; era un especie de figura materna. Mario Carreño también tenía un taller en esa casa y se encontraba conmigo cada vez que iba a ver a Ida. Yo creo que pensaba ‘¿a qué hora se va este cabro chico?’”, recuerda Juan Campos.

Pasó a ser un amigo de la pareja y un invitado frecuente en su casa. Más tarde, cuando entró a la UC, Mario fue su profesor de arte latinoamericano.

Juan dice que no ha vuelto a ver una obra como la UNCTAD (el actual GAM), donde obreros y artistas como Balmes, Egenau, Assler y Carreño fueron invitados a trabajar como iguales. “Mario quiso hacer algo distinto, usando textiles. Era algo grande, un tapiz de 7x 3 metros y medio. Necesitaba ayuda y me la pidió. Así empecé a trabajar con él a diario”. El tapiz, como otras piezas de la UNCTAD, estuvo perdido por años. Juan no sabe en manos de quién, pero está seguro de que “sobrevivió a la tortura”. “Antes las telas no venían listas para pintar. Vi a Mario preparando las suyas y le dije que no debía malgastar así un tiempo en el que podía crear, que me dejara las tareas mecánicas. Luego comencé a traspasar sus dibujos a la tela”. Con el tiempo se ganó la confianza para opinar sobre lineas y colores.

"Me gusta pensar que me formé en el taller de Mario Carreño, que él me preparó, que esto viene de él". "Esto" de lo que habla Juan Campos es ‘Universo Carreño’, la gran muestra que acoge la sala Matta del MNBA desde hace algunas semanas, con obras que llegan por primera vez a Chile desde Cuba, Francia y Estados Unidos. "Esto es el resultado de muchas voluntades unidas, pero sobre todo es una presentación inmejorable para la Fundación Mario Carreño, que se hace cargo de su obra con un trabajo serio y acucioso, que tiene la ventaja de contar con Juan Campos, el mayor experto sobre el artista", dice Julio Herrera, su amigo desde la Escuela Experimental de Educación Artística y cómplice en esta aventura. Juntos gestionaron el préstamo de las pinturas y diseñaron el espacio y las estructuras en que se exhiben.

Roberto Farriol, director del MNBA, comentó a Mariana Carreño que  recuerda las clases de su papá en la universidad, que le emociona celebrar lo que en el catálogo -que se lanza en marzo- llamó “un reencuentro y un merecido homenaje”. Ahí también habla de su gran contribución a una identidad comunitaria del arte a nivel continental, de cómo supo integrar influencias de artistas, poetas  y escritores: “Como consecuencia de sus migraciones desde Cuba a México, España, Italia, Francia y Estados Unidos, su obra se enriqueció de humanismo, expresado con serenidad y equilibrio a lo largo de toda su vida”. En la sala Matta, las enormes cajas de madera que contenían las obras dan la bienvenida como un símbolo de los viajes que hicieron y los que aguardan. Porque esta, más que una retrospectiva, es una proyectiva, el primer paso en un plan de difusión en distintos lugares y públicos, especialmente entre los más jóvenes. “Una exposición siempre es un diálogo con la obra de un artista. Cuando abrimos la caja que la transportaba, ‘El nacimiento de las naciones americanas’ (1940) salió como la luz y nos dijo que quería ocupar el centro. Logramos traer una pieza maestra dentro de la pintura americana. Para hacer este cuadro él se encumbra técnicamente a lo más alto, al renacimiento, con todo lo aprendido en Europa y desde ahí planea a otras instancias pictóricas”, cuenta Campos. “Es el big bang en el Universo Carreño. Demuestra su oficio y despliega las propuestas, estéticas y temáticas, que estarán presentes en todo su trabajo”, complementa Herrera. Carreño tenía 23 años cuando la pintó.

Terminando un recorrido por la figuración, la geometría y la abstracción, donde el artista cubano y el chileno se difuminan para que aparezca uno universal, volvemos al inicio, a un muro cubierto de fotos en blanco y negro. Carreño joven y su bigote de estrella de cine mexicano; Carreño maduro y sus infaltables cuellos beatle; Carreño y diversas figuras del mundo intelectual; Carreño y Juan Campos en el taller.

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De Madrid y París lo ahuyentaron los conflictos: la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial, respectivamente. También pasó periodos largos y prolíficos en Ciudad de México, donde se relacionó con Diego Rivera y otros muralistas, y en Nueva York, donde comenzó su interés por la docencia. Había alcanzado distintos grados de reconocimiento y formado redes en todas esas capitales. Sin embargo, al final, Mario Carreño no solo se quedó en un país cuya escena artística era más pequeña; obtuvo la ciudadanía. Esa escena reconoció el efecto de su presencia y le entregó el Premio Nacional de Artes en 1982.

Él no está para discutir las razones de su apego. Sus hijas creen que quizás pensaba volver a París, pero ya estaba un poco cansado y se fue quedando por la tranquilidad del país a fines de los 50, los amigos que hizo y los proyectos que le propusieron, la Escuela de Arte UC entre ellos. Pero sobre todo lo anclaron cuatro mujeres, en este orden: María Luisa Bermúdez, su primera esposa chilena, también artista; Ida González, Mariana y Andrea Carreño.

El color, la geometría, el equilibrio impecable hicieron que Ida González quedara “envuelta en llamas” la primera vez que vio una pintura de Carreño en una sala de la U. de Chile. “Años después, por arte de magia, llegó a Bellavista 61, donde tenía mi taller en el entretecho. Yo volvía de Brasil e hice una fiesta para mis amigos exiliados por el régimen de Castelo Branco. Era verano, armé una mesa con tablones largos, un mantel rojo, y la llené de frutas y vinos. Sabía que don Mario Carreño trabajaba hasta muy tarde en la madrugada en el piso de abajo y pensé ‘le voy a arruinar la sesión; mejor lo invito’. Él aceptó. Como a la una lo vi asomar su cabeza desde abajo. Fue muy surrealista”. Al año siguiente, en 1965, estaban casados.

Para él era el tercer matrimonio; había estado casado en Cuba. Ida, en cambio, no podría decir si fue complicado ser pareja de otro pintor; no había tenido otra para hacer comparaciones. "Era fácil convivir con él. Tenía sus cosas pero eran pequeñas. Yo soy un búho de campo y él se declaraba una rata de ciudad. No me acompañaba en mis escapadas. Pero era mejor así: cuando iba le pasaba de todo, lo picaban los bichos o casi naufragamos en un bote. Nos dábamos espacio. Lo distraían las alumnas que traía a la casa, se ponía inquieto. Por eso compramos un taller cerca. De viejo se puso vanidoso, pero Mario a los 60 años era una persona muy linda".

No quería saber nada de niños. "Lo conversamos, le costó, pero al final dijo ‘bueno, ya’. Sus niñas le cambiaron la vida. Era tan dulce y amoroso. La primera le salió noctámbula y él se pasaba las noches conversándole. Después la hacía dormir con el himno nacional", recuerda Ida.

De sus niñas, del deseo de mantener viva su memoria, de protegerla de posibles falsificaciones y usos inapropiados, nació la idea de una fundación. “Lo hablamos con Andrea. Costó mucho. Aunque ya no se hace a través del Ministerio de Justicia, sino a través de las municipalidades, sigue siendo un enorme papeleo. Pero por suerte contamos con la ayuda de mucha gente que lo quería. Gracias a eso, ahora estamos celebrando esta muestra proyectiva, cumpliendo su sueño de reunir una buena parte de su obra, mostrando su valentía como artista, cambiando siempre de estilos pero siendo él mismo”, dice Mariana, su hija mayor, diseñadora de alta costura.

No había manera de que Mario Carreño muriera en la inopia.

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