A medio morir saltando
Antes era frecuente que los grandes periódicos tuvieran una sección de periodistas que realizaban el último homenaje a personalidades de toda especie.
UNA SEÑAL de la grandeza literaria es la creación de un personaje inolvidable, un personaje que en cierta medida eclipsa al propio autor. Le pasó a Cervantes con el Quijote, a Flaubert con Emma Bovary, a Fitzgerald con Gatsby y a Camus con Meursault. El recién fallecido Antonio Tabucchi perteneció también a esta distinguida clase de narradores: su memoria resulta inseparable del protagonista de Sostiene Pereira, la novela que le dio fama mundial.
Encargado de la página cultural del diario Lisboa, en Portugal, Pereira pasa sus días conversando con el retrato de su mujer y traduciendo los cuentos franceses que publica en el periódico. Si bien no apoya la dictadura de Salazar, tampoco tiene la convicción ni las energías para oponerse a la violencia ejercida por el régimen. Más que insensible, Pereira es un desencantado de la vida. Está obeso, con problemas al corazón, pero su dieta consiste en tortillas y 10 ó 12 limonadas atiborradas de azúcar. Su médico ya le advirtió que, de no modificar sus hábitos, tiene los días contados.
Como la muerte de Pirandello lo pilló desprevenido, decide contratar a Francesco Monteiro Rossi para que prepare los obituarios de intelectuales de renombre: Maiakovski, García Lorca, D'Annunzio. El problema es que el joven está metido hasta las masas en la resistencia. Sus artículos, por ende, traslucen un compromiso que pondría en peligro el trabajo de Pereira. Temeroso y comprensivo a la vez, el viejo cronista empieza a pagarle de su bolsillo aquellos artículos que nunca verán la luz.
Antes era frecuente que los grandes periódicos tuvieran una "morgue", es decir, una sección de periodistas especializados en realizar el último homenaje a personalidades de toda especie. La rapidez con que hoy se puede acceder a información por internet ha vuelto prescindibles a estos reporteros que vivían entre carpetas repletas de documentos, recortando todo lo que les pudiera ser útil para sus notas. Se preocupaban primero de aquellos que estaban a medio morir saltando, aunque un redactor de necrológicas precavido comenzaba a escribir cuando el personaje dejaba de figurar públicamente. Es frecuente que en su memoria se confundieran los vivos y los muertos, pues para muchos los protagonistas fallecían en el momento mismo de la escritura. La naturaleza de su oficio los llevaba a tener emociones contradictorias: no deseaban la muerte de nadie, pero, como es lógico, también anhelaban que su texto saliera publicado. El periodista Gay Talese cuenta de manera brillante cómo, en medio de la adrenalina de las sala de redacción, el necrólogo del New York Times se tomaba su té impasible, ajeno a los golpes de Estado, terremotos y atentados, pendiente sólo del "dato final".
Pereira sabía que una buena necrológica es algo difícil de lograr. Debe ser amable, pero no zalamera; objetiva, pero nunca fría; documentada, pero jamás farragosa. Al final de la novela es él quien escribe el obituario de Monteiro Rossi, dejando a un lado la apatía que lo caracteriza para denunciar el macabro asesinato cometido por la policía. En esa transformación radica la grandeza de Pereira, la razón por la que hoy sigue erguido, incólume, resistiendo el inexorable paso del tiempo.
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