Compartiendo la movilidad

En estos días, coinciden discusiones que evidencian la urgencia de replantearnos los paradigmas de cómo vivimos y nos movemos en la ciudad. Por un lado, el conflicto entre taxistas tradicionales y el servicio de transporte privado de Uber explotó, obligando a las autoridades a tomar parte en el asunto; en paralelo miles de ciudadanos y organizaciones sociales se congregan hasta este martes para buscar modelos de movilidad sustentable durante el Quinto Foro Mundial de la Bicicleta FMB5; y finalmente el Senado discute los últimos detalles de la Ley de aportes al Espacio Público, donde está en juego si finalmente los desarrollos inmobiliarios seguirán financiando mitigaciones viales o aportarán a espacios más humanos.
No hay duda que las dinámicas urbanas propias del desarrollo están derivando en una saturación de la “capacidad de carga” de muchas ciudades. Esto en parte se refleja en un notable bienestar económico, pero lamentablemente viene acompañado de conductas y hábitos individualistas y fragmentados, donde las posiciones particulares se imponen por sobre los intereses de la comunidad.
Esta saturación se hace evidente en el crecimiento del parque automotriz y sus efectos en la congestión, la expansión suburbana sin internalizar los costos sociales de dicha suburbanización o los problemas de contaminación ambiental, acústica y visual producto de la falta de incentivos, regulación o fiscalización adecuados. En este contexto, si no generamos un cambio de conducta, la calidad de vida y sustentabilidad de nuestras ciudades se verá puesta en jaque.
La respuesta está en el origen mismo de la ciudad: la comunidad. Es hora de replantearnos aquellas funciones urbanas que no necesariamente deben ser resueltas en forma individual o fragmentaria, y pensar qué aspectos de nuestra vida urbana pueden ser compartidos.
Donde más hemos avanzado en el último tiempo es en la movilidad compartida, ya sea en la promoción del transporte público, las bicicletas públicas o los automóviles públicos. A este fenómeno creciente debemos agregar manifestaciones recientes como los espacios de co-work, co-living y tantos otros que están por nacer. Este nuevo escenario sin duda pone en crisis las estructuras tradicionales, como la industria de los taxis, que obligará a las autoridades a buscar soluciones innovadoras para adaptarse y convivir en lugar de oponerse.
Así entonces, cobra urgencia iluminar a nuestras autoridades respecto a aquellas leyes y normativas que regirán el desarrollo urbano a futuro. A fines de este mes se espera que el Senado despache la Ley de aportes al espacio público. Es urgente conocer y evaluar los alcances de esta ley a la luz de estos escenarios de cambio. Una ley que obliga a los desarrolladores a mitigar su impacto y aportar al espacio público debe estar centrada en que esos recursos se inviertan realmente en espacios para las personas y no terminen gastándose en burocracia o infraestructura para más vehículos o buses.
Tenemos que dejar atrás la discrecionalidad de los estudios de impacto vial y empezar a pensar en estudios de impacto peatonal y accesibilidad. Promover la inversión en equipamiento y espacios públicos que congreguen e inviten a la convivencia, la colaboración y la co-creación. Tenemos que definir reglas claras y precisas, que reduzcan la burocracia, los trucos para evadir el pago y permitan tanto a desarrolladores como a la comunidad tener certeza de cuánto y dónde se va a mitigar. Lamentablemente el actual proyecto de Ley no se hace cargo de estos desafíos. Tenemos que convertir nuestras políticas urbanas en políticas humanas, que capitalicen esta energía proactiva y comprometida de la ciudadanía conectada.
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