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Crítica de cine: Scream 4

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El joven guionista Kevin Williamson acertó en 1995 al venderle a Miramax la historia de un asesino que juega con las pautas de los asesinos seriales del cine. Con la dirección de Wes Craven, cuya Pesadilla es ahí homenajeada, Scream fue taquillazo y motivo de celebración para la crítica, que valoró la tensión y eficacia narrativas, así como un sentido del humor que rimaba sin esfuerzo aparente con las dosis de horror. Pero lo que Scream tenía de sátira pasó rápido a la parodia y al remedo, gracias a sagas como Scary movie, pero también a la propia franquicia: la segunda y tercera parte no podían seguir administrando la autoconciencia de género sin asumir que ella misma era una fórmula que se sobreexplotó en un rato.

Pero una década después de la última entrega, Williamson retomó las riendas, produciendo y escribiendo, siempre con Craven al frente. Y siguió con el raspado de olla. Esta vez a partir del regreso a Woodsboro de Sydney (Neve Campbell), la chica que increíblemente zafó de la carnicería original y ahora llega a presentar un libro donde exorciza sus demonios. Pero su sola presencia da pie a la reaparición de "Ghostface", el asesino de la franquicia, quien hace ubicuamente de las suyas. Si la primera Scream arrancó con una escena de 12 minutos llena de sorpresiva artesanía, la cuarta chapotea en su propia leyenda, ofreciendo partidas falsas e ironías estériles. Re-rebarajar el naipe genérico ya no es chiste.

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