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Crítica de libros: Marcelo Lillo, un paso atrás

El cuento es un género que por fuerza mayor debe sorprender al lector, y eso es precisamente lo que rara vez sucede con las 13 historias incluidas en Gente que baila sola, segundo libro del escritor.

Tal vez lo más interesante del segundo libro de cuentos de Marcelo Lillo, Gente que baila sola, sea descubrir a través de su lectura algunas fijaciones del autor, entre las que se cuentan mujeres que abandonan a sus hombres; las modestas existencias de profesores de colegio o liceo; niños o jóvenes que quieren convertirse a toda costa en escritores; progenitores que, tras años de ausencia, reaparecen en las vidas de sus hijos, o tipos que se autodeclaran talentosos para narrar historias, aunque nunca lo demuestran con hechos. Pero como bien sabemos, una retahíla de obsesiones nunca ha sido suficiente para dotar de grandeza a un conjunto de relatos.

El cuento es un género literario que por fuerza debe sorprender, y eso es precisamente lo que rara vez sucede con las 13 historias de este libro. Ello se debe a que la narración, o está mal estructurada (Lillo tiene un problema serio con los saltos en el tiempo), o a que el conflicto es intrascendente, o a que el desenlace es anodino, o a que casi todos los relatos se parecen demasiado entre sí.

Mención aparte merece la escritura del autor, puesto que mucha gente la ha calificado como un modelo de simpleza y de notable reducción intencionada. En mi opinión, la prosa que articula Marcelo Lillo en Gente que baila sola es bastante plana y donde otros ven alardes de concisión y de tratamiento final, yo sólo veo ramplonería, desdén por el lenguaje literario y diálogos que dan curso a un cliché tras otro. En suma, el lenguaje es un mecanismo incapaz de provocar alteraciones de ánimo en quien lee, e incluso en ocasiones puede conducir a la confusión o derechamente a la perplejidad: "Pensé en su madre porque un padre ausente lleva a una esposa ausente".

El primer relato trata de un niño que le cuenta historias a su abuela; el segundo, titulado Apaga la luz, rescata los últimos momentos de una pareja en crisis, y es, con toda probabilidad, lo mejor del libro. Aquí hay desarrollo dramático y precisión en los diálogos, atributos que efectivamente conducen a un desenlace interesante.

A continuación se nos presentan una serie de situaciones que, reducidas a sus rasgos esenciales, pueden describirse así: la muerte del padre; la partida de una mujer que no es la esposa; las peripecias delictivas de una banda compuesta por tres jóvenes marginales; el reencuentro de dos ex amantes que estuvieron a punto de casarse 25 años atrás (el desenlace de este cuento, titulado Lavanda, sí que ofrece una sorpresa al lector); la tensa paciencia de un marido hacia su cónyuge alcohólica; la declaración de guerra sucia entre un matrimonio; la experiencia de un joven de clase alta en una población; el último paseo de un homosexual que pinta virgencitas de yeso y luego las vende; un improbable encuentro con la madre ausente; la muerte del hermano preferido en un núcleo familiar de clase media baja; el curioso llamado de una mujer que asegura tener noticias del padre ido.

El año pasado Marcelo Lillo publicó El fumador y otros relatos. Allí, hizo alarde de la concisión y la simpleza antes descritas, y en cierta manera fue eso lo que le valió el reconocimiento de buena parte de la crítica. Aunque lejos de ser un libro perfecto, como aseguraron los entusiastas, El fumador sí tiene atributos rescatables, algo que, lamentablemente, no se puede decir de Gente que baila sola.

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