Don Enrique Cury
Quien fuera ministro de la Corte Suprema pertenece al selecto grupo de los grandes maestros del Derecho Penal chileno. Tras su partida, me animo a usar esta columna para rendirle un homenaje.
LOS BUENOS docentes se agradecen. A los profesores notables dan ganas de aplaudirlos. Los maestros dejan huellas en el alma… para toda la vida.
Don Enrique Cury, fallecido el viernes pasado, pertenece, sin duda, al selecto grupo de los grandes maestros del Derecho Penal chileno. Emocionado todavía por su partida, me animo a usar esta columna como medio para rendirle homenaje. Me atrevo a pensar que, al hacerlo, expreso el sentimiento compartido de varias generaciones de ex alumnos.
Han transcurrido 25 años desde que Cury se presentó delante de mi curso de Derecho allá en el Campus Oriente. Se demoró exactamente cinco minutos en seducirnos a todos. No hubo ningún alarde retórico. Ninguna referencia a sus credenciales. No había vozarrón característico del hombre de foro ni andar tribunicio. Todo lo contrario.
Estaba ante nosotros un hombre de baja estatura que parecía esforzarse por verse aún más pequeño. Con la cabeza semiinclinada hacia adelante, pero con los ojos mirándonos fijamente uno a uno. Es el gesto travieso de alguien que está preparándose a compartir un secreto. Y se lanzó. Voz baja. Carraspeo intermitente. Sin apuntes. Como lo iríamos comprendiendo en los meses siguientes, ese fue el día en que empezamos a entender que el Derecho Penal no era un conjunto de reglas para saber cómo castigar a los "malos", sino que es, más bien, un conjunto de principios civilizatorios que le ponen límites al tremendo derecho a castigar que detentan los estados.
Mi propia vocación me llevaría finalmente al campo del Derecho Constitucional, pero recuerdo perfectamente la forma en que don Enrique me entusiasmó con el Derecho Penal. Tuve, entonces, el privilegio de asistir, como invitado mudo y atónito, a algunas de las tertulias que tenía en su casa, los martes, con sus ayudantes (Claudio Feller, Juan Domingo Acosta, Juan Pablo Hermosilla, entre otros). Esa influencia se advierte en la que sería, en 1986, mi primera publicación (El derecho a disentir ante la Ley Penal).
Hay profesores que hacen de su primera clase la mejor de todas las clases. Pensarán, supongo, que de esa manera causan una impresión imborrable. Contra esa práctica habitual, y sorprendiendo como lo hizo María a los invitados a la boda luego del primer Milagro, don Enrique servía el mejor vino al final. En efecto, su última clase fue, sin duda, la mejor de todas. Se instaló en una esquina de la sala y empezó a contar un cuento corto de O. Henry. Es la historia de Soapy, un homeless neoyorquino de principios del siglo XX que, en pleno invierno, llega a la dramática conclusión de que la única forma de conseguir alojamiento y comida gratis es haciéndose encerrar en la cárcel.
La historia es dramática y enternecedora. Lo que buscaba es que nosotros, futuros abogados de la UC, nos pusiéramos en la situación del más humilde de los humildes. Y que miráramos el Derecho desde esa fosa y no desde el montículo de nuestros privilegios. Muchas gracias a don Enrique por esa y otras mil lecciones.
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