El empresario que quería salvar el paraíso

En septiembre del año pasado, la revista The Atlantic publicó un extenso perfil sobre Douglas Tompkins, mostrando las luces y sombras del millonario ecologista que esta semana murió en las tierras que se dedicó a conservar. Estos son algunos pasajes del artículo.




Hace 15 años, en el número de junio de 1999 de The Atlantic, William Langewiesche escribió sobre el primer gran proyecto conservacionista de Tompkins en Chile, describiendo tanto su visión idealista como la infamia que ya lo envolvía. La hostilidad ha crecido a medida que su imperio conservacionista se ha expandido. Los rumores hoy van desde lo conspirativo a lo fantasmagórico: Tompkins está creando un segundo Israel en Sudamérica; está desviando los últimos recursos de agua dulce del mundo hacia otros millonarios estadounidenses; está construyendo bunkers para una futura guerra nuclear.

Nadie parece creer lo que Doug Tompkins y su esposa, Kris, están realmente haciendo: han comprado tierras en Chile y Argentina que equivalen a casi dos Rhode Island, y planean donarlas a los respectivos gobiernos bajo la forma de parques nacionales. Ellos han protegido más tierra que cualquier otro individuo privado en la historia.

En Estados Unidos, el nombre de Tompkins rara vez es conocido hasta que se mencionan algunas de las marcas de ropa que fundó: Esprit y North Face. En Chile, sin embargo, mencionar su nombre puede desatar ira en el rostro incluso de los más apolíticos. El nombre de Kris es menos reconocido y genera menos molestia en la región, aun cuando es la socia de su marido en su trabajo conservacionista. Antes de que ella se volviera una filántropa a tiempo completo, hizo su propia fortuna como CEO de la compañía de ropa outdoor Patagonia. Desde que dejaron esos trabajos, los Tompkins han creado una serie de organizaciones destinadas a proteger el mundo salvaje: la Fundación para la Ecología Profunda, Conservación Patagónica, Fundación Pumalín, Fundación Yendegaia, el Fondo de Conservación de Tierras y Conservación Tompkins.

En 2004, Conservación Patagónica adquirió el Valle de Chacabuco y desde entonces lo ha estado transformado en lo que los Tompkins llaman el Futuro Parque Nacional Patagonia. Es esta zona de 72 mil hectáreas sobre la que todos hablan en la región. Tras adquirirla, los Tompkins iniciaron esfuerzos para llevar la tierra al estado que tenía antes que los humanos la explotaran. Vendieron casi todas las 30 mil ovejas y 3.800 vacas que había en la propiedad. Construyeron varios edificios de piedra con amplios ventanales y techos de cobre. Sus empleados y voluntarios sacaron más de 640 kilómetros de alambrado y removieron una a una todas las plantas de especies invasoras.

Muy pocas personas en los pueblos vecinos confiaron en su excéntrico nuevo vecino: el agricultor orgánico, el mochilero anglosajón, el arquitecto aficionado, el empresario multimillonario, el personaje que abandonó el liceo, el ex esquiador, el montañista canoso, el atrevido kayakista, el osado aviador, el audaz comprador de tierras, el ambientalista radical, el supuesto salvador de las tierras salvajes patagónicas. Douglas Tompkins.

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La ética conservadora de Tompkins se expandió significativamente en los 70 y 80, durante lo que su fundación describe como una “inmersión autoguiada en literatura ecológica”. El trabajo de Arne Naess cautivó de forma particular a Tompkins. Naess fue un filósofo noruego que se hizo famoso por acuñar el término “ecología profunda” durante una charla en 1972 y en un estudio publicado al año siguiente. A diferencia del ambientalismo que apoya soluciones técnicas, los ecologistas profundos esperan desafiar los valores y las prácticas de la sociedad, especialmente en el sobreuso de la tecnología y en la obsesión con el crecimiento económico.

Tompkins se vio tan influenciado por estas ideas que, a fines de los 80, ya creía que la cultura consumista que había ayudado a promover con North Face y Esprit estaba contribuyendo a la destrucción ambiental que él esperaba combatir. Decidió implementar lo que él veía como cambios necesarios. Tompkins vendió su parte de Esprit en casi 125 millones de dólares y resolvió, como él mismo dice, “dejar de venderle a la gente cosas que no necesita”.

Se mudó a una pequeña granja en uno de sus primeros proyectos de parques en Chile: Pumalín. A diferencia de las laderas de color amarillo y matorrales del Valle Chacabuco, Pumalín cubre 289 mil hectáreas de bosques densos y húmedos, marcados por profundos fiordos y montañas que caen abruptamente al mar e islas desperdigadas por la costa.

Una de las entradas a Pumalín está en el pueblo de Amarillo, donde unos pocos guardias como Erwin González están preparando el parque para entregarlo al gobierno chileno. González es un hombre joven de Santiago con jeans y botas de goma que me dio un tour por el parque en su camioneta pick up. Empezamos en el pueblo, donde los Tompkins se han involucrado en lo que los folletos del parque llaman “embellecimiento de pueblo”.

Estas casas “hermoseadas” no le pertenecen a Tompkins. Amarillo es simplemente un pueblo a la entrada de Pumalín, así que Tompkins se propuso embellecerlo. “La gente estaba un poco reticente. ¿Aparece un gringo y nos dice que nuestro pueblo es feo? Pero ahora las cosas van bien”, asegura González. Como él mismo dice, Tompkins ha tomado muchas de las decisiones sobre el diseño de estas renovaciones en sus propias manos, desde las terminaciones de las casas hasta los colores de sus vallas.

Al igual que muchos de los empleados de Tompkins,  Nadine Lehner,  directora ejecutiva de Conservación Patagónica, me explicó esta obsesión: “De eso se trata Tompkins. Él es un pensador abstracto, pero también logra aterrizar y te dice: ‘¿Dónde debería estar puesto el papel higiénico?’, con un sentido de lo que realmente importa”.

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González condujo a través del bosque cubierto de musgo durante un par de horas, antes de tomar el camino que nos llevó fuera del parque y de regreso al pueblo. La senda de pavimento serpenteaba a través de un campo abierto cubierto de pasto y colinas dominadas por nubes. A un costado el camino estaba la pequeña avioneta de Tompkins.

González detuvo el auto, se bajó y cogió un envase de gasolina que uno de los trabajadores había dejado en el pasto. “Doug se enfurecería”, explicó antes de cerrar la puerta del auto.

Entramos en la oficina y encontramos a Tompkins mirando su computador en uno de sus escritorios. Es un hombre delgado con cabello blanco, cejas grises y tupidas y una voz suave; en un momento me encontré susurrando. Cuando le pedí que me hablara de sus diversas organizaciones, Tompkins se impacientó: “Tal vez no lo sepa, pero tenemos un sitio web”, me dijo.

Pero cuando le dije que estaba interesada en la ecología profunda y que quería conocer las raíces de su trabajo conservacionista, sus ojos brillaron, se reclinó en su silla e inició lo que sería una larga discusión sobre el “curso de colisión” de la humanidad con la naturaleza. Empezó con una visión apocalíptica: “Estaremos aquí en una duna de arena con ratas noruegas y cucarachas”, me dijo, iniciando un contacto visual que raramente se interrumpió durante la próxima hora. “Esas parecen ser las criaturas que pueden sobrevivir, lo cual no es ideal”.

“No somos creyentes en el mito del progreso. Necesitamos una reformulación profunda de lo que significa el desarrollo”, agregó, mientras su clase se desarrollaba sin pausa. “Miremos cuán rápido avanza la tecnología. Todos dicen ‘Ya pensarán en algo que resolverá cada crisis’, ‘ya solucionarán el tema de los desperdicios con alguna idea’. Será digital y volará por los aires”.

Hizo una pausa y me preguntó si tenía un celular. Asentí tímidamente, mi única participación durante la charla de Tompkins. “No tengo celular porque sé cuán horrible es. Usar tu celular es como poner tu cabeza en un microondas todos los días”, afirmó.  “¿Qué vamos a hacer ahora que la economía y cada una de las personas están adictas y dependen de la tecnología?”, siguió. Según Tompkins, Steve Jobs creía en el mito del progreso y solía hacer campañas con una larga lista de razones de por qué los computadores iban a revolucionar el mundo. Cuando Jobs fue a la casa de Tompkins a cenar, Tompkins le dijo que su campaña había mencionado sólo el cinco por ciento de lo que los computadores estaban haciendo y olvidado hablar del restante 95 por ciento que es el daño que causan.

“Es como Dios. Si les dices a los niños que Dios existe cuando están creciendo, lo creen. Es lo mismo con la sociedad tecno-cultural. Creen en ella, creen que es el camino al paraíso, que no hay límites”, señala. Levanta sus cejas, profundizando los surcos en su frente. “Mucha gente, en tu generación en particular, está empezando a ver hacia dónde vamos. El movimiento de la comida orgánica, el movimiento Occupy, todos intentan aplicar los frenos. No tanto así los movimientos ambientalistas y de justicia social. Ellos todavía quieren progreso para así poder distribuir la riqueza”, dijo poniendo un énfasis particularmente escéptico en la palabra “progreso”.

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Si bien muchos de los gauchos de la región viven en el bosque en simples cabañas de una habitación, los Tompkins han construido su nueva infraestructura de parques en piedra. Particularmente estos grandes edificios han generado intranquilidad y sospecha alrededor del Valle de Chacabuco. Cuando puse en entredicho los rumores regionales sobre el valle –especialmente los que dicen que Tompkins estaba construyendo un segundo Israel- la gente alzaba sus cejas y preguntaba: “Bueno, si está construyendo un parque, ¿para qué necesita casas tan lujosas?”.

Mientras estaba en Cochrane, el pueblo más cercano al valle, conocí a Teresa Catalán, dueña de una cafetería: “Me molesta que lo llamen Parque Patagonia, porque no tiene identidad patagónica. ¡Puedes ver edificios y parece que estuvieras en Londres! Es lo mismo en Amarillo, con lo que le hicieron a las casas. No es patagónico. Parece que estuvieras en Alemania”.

Josefina Ruiz, una joven abogada que trabajó en el parque por varios años, calificó al parque como una “isla” en Aysén, la región donde está situado. “¿Cómo puedes tener a alguien que habla de localismo –él ha sido invitado por las universidades a hablar de la economía local- y que ni siquiera es reconocido en Cochrane?”, dice. “Él nunca va al supermercado. Llega en su pequeño avión y va a su casa, luego viaja a Santiago, se queda en un hotel y se va”, agrega.

La desconfianza local está alimentada especialmente por el lugar en que se asienta el nuevo parque. En sus días de ranchería, el valle albergaba el tercer rancho de ovejas más grande de Chile. Era de propiedad belga, pero empleaba a numerosos chilenos y el pueblo de Cochrane se formó originalmente para albergar a las familias que se mudaron al lugar. Luego que Tompkins comprara la tierra, el éxodo de ovejas y vacas causó un profundo resentimiento. Conservación Patagónica ha empleado a muchos habitantes locales, pero el trabajo de remover las especies de plantas invasoras y cercas no satisface el sentido de identidad regional como sí lo hace trasquilar ovejas o acarrear ganado.

En octubre de 2013, el resentimiento hacia el nuevo parque de Tompkins dio lugar a la resistencia: rancheros de los pueblos vecinos protestaron en la fachada del restaurante de piedra en el valle. Condujeron sus camiones hasta el patio empastado, asaron varias ovejas sobre un fogón y gritaron por megáfonos contra los gringos en general y los Tompkins en particular. Él no se apareció por ahí, pero los rancheros se mantuvieron en el lugar todo el día. Varios carteles decían “Patagonia sin Tompkins”.

Le mencioné a Tompkins las críticas feroces que había escuchado en Cochrane y respondió inmediatamente que el pueblo había surgido sólo 60 o 70 años antes y que el lugar no había producido mucha gente sabia. Él llamó al alcalde de Cochrane un “xenófobo derechista que no es muy inteligente”. “Cuando hablo con él, me trata como si yo no supiera nada de ganadería”, dice Tompkins, quejándose de que “recibe mierda” de la gente local que piensa que él no es un ganadero, pese al hecho de que él y Kris manejan proyectos de restauración agrícola, separados de sus parques y que involucran a miles de ovejas y decenas de miles de vacas.

Kris ha estado más preocupada que su marido por el movimiento “Patagonia sin Tompkins”. Me dijo que cuando se mudaron por primera vez a Pumalín, hubo aviones militares que ametrallaron su casa, además de amenazas de muerte hacia su marido. Los vecinos los acusaron de construir un sitio para desechos nucleares. “Era difícil salir de la cama”, dice Kris.

Ella asegura que lamenta la falta de contacto que desató la desconfianza y los malos entendidos. “El trabajo con la comunidad partió lento. Sentimos que no queríamos traer gente hasta que hubiera algo que ver, los edificios, los senderos. Así que no hicimos muchos eventos. ¿Qué iban a ver? ¿Palos y piedras? Pero qué puedes hacer. Hay algunas personas que quieren que esto sea un rancho de ovejas. No importa. Sólo tengo que recordar que en 100 años la gente será incapaz de imaginar este lugar como algo que no sea un parque”.

El equipo de Kris ha intentado desmitificar su proyecto trayendo niños del liceo local para que acampen y recorran el parque, además de entrenar a otras personas de Cochrane que quieren ser guías cuando el parque abra. Los jóvenes tienden a estar más abiertos a la idea del parque que sus padres, lo cual le da esperanza a Conservación Patagónica de que la siguiente generación de Cochrane aceptará el proyecto y se beneficiará de él.

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En enero, cuatro amigos y yo quedamos varados en una remota playa durante un viaja de kayakismo océanico que realizamos en un ventoso fiordo al sur del valle. Llevábamos atrasados cinco días y no teníamos forma de avisarles a nuestras familias que estábamos vivos. Cuando logramos llegar a la cabaña de un gaucho donde había una radio, intentamos llamar a la municipalidad más cercana para que contactaran a la esposa de uno de los kayakistas del grupo. Nadie respondió. Eventualmente, una voz no identificada en la radio ofreció pasar el mensaje.

Nuestro mensaje para Claudia, la esposa en cuestión, fue pasando de rancho en racho hasta que alguien le envió un mensaje de texto diciéndole que estábamos vivos. Claudia envió un email a los padres de uno de los otros kayakistas, quien a su vez le envió un email a sus viejos amigos Doug y y Kris Tompkins, quienes estaban en su casa en el valle.

Cuando Kris abrió el email, Tompkins ya salía por la puerta y hacia su avioneta para salir a buscarnos. Se había enterado por los padres de Weston que su hijo estaba perdido y había decidido tomar el asunto en sus propias manos.  Mis padres, los padres de Weston y Claudia habían buscado ayuda de amigos cercanos y lejanos. Habían acudido a dueños de botes en las cercanías, a un bibliotecario en Cochrane, a la policía local y al senador de Aysén. Tompkins no acudió a nadie más que a sí mismo.

Su autosuficiencia trae a la mente a algunos de sus héroes literarios, tales como Henry David Thoreau o Edward Abbey, quien en Beyond the Wall escribe: “Sentimiento sin acción es la ruina del alma”. Tompkins ha obedecido a estos escritores; ha vivido de acuerdo a sus principios. Ha sido un hombre de acción.

Pero las proporciones de las acciones de Tompkins son mucho más vastas  que las de esos escritores. Tompkins no ocupó un pequeño sector de los bosques; él ha comprado más hectáreas en Chile y Argentina que las que hay en el estado de Delaware. Y al hacerlo, ha desestimado las quejas de sus vecinos, asumiendo que con el tiempo adoptarán su visión y lo agradecerán.

Parte de la razón de por qué Tompkins ignora estas quejas es porque las considera miopes. Su visión va mucho más allá del tiempo que va a pasar en la Tierra. Desde ese punto de vista, las tribulaciones que los Tompkins han enfrentado en el valle son efímeras, mientras que la preservación de los paisajes salvajes y especies en peligro perdurarán milenios.

Pero aunque Tompkins ha dedicado su vida al mundo salvaje, no iba a dejar que nuestro grupo de kayakistas fuera destruido por el mismo. Él también es humano y pese a sus ambiciosos planes a futuro está muy consciente de las obligaciones que vienen con el presente. Estaba listo para volar su vieja avioneta e ir a rescatarnos. Sin embargo, antes de que llegara a su avioneta, Kris corrió a detenerlo. Le dijo que estábamos bien. Él se encogió de hombros, diciendo que era bueno haberse enterado antes de partir, porque así ahorraría algo de gasolina. Se subió en su avioneta y se dirigió al norte hacia Pumalín, donde se realizaba su verdadera misión de rescate. Nosotros podríamos salvarnos a nosotros mismos, al menos por un tiempo, pero ¿quién además de él podría salvar este bosque lluvioso costero? ¿Quién más podría salvar esa hermosa tierra al fin del mundo?

En un abrir y cerrar de ojos voló por sobre gauchos y gringos que apenas podía ver, sobre las ovejas y las vacas, sobre los huemules y los pumas, sobre valles quemados y colinas boscosas, sobre montañas y ríos, sobre el Parque Nacional Corcovado, sobre la costa del Pacífico, y fuera de la vista, hacia el cielo salvaje.

Una herencia profunda

Por Andrés Azócar*

1995. Ese fue el peor año de Tompkins en Chile. Doce meses que lo convirtieron en centro de atención nacional y en el que incluso su estadía en el país pasó a ser un tema a revisar. El gobierno de Eduardo Frei lanzó su mayor ofensiva sobre el estadounidense, y empresarios, parlamentarios (mayormente de la DC y la UDI) comenzaron a endurecer las críticas sobre el hombre que “había cortado Chile en dos”. Las FF.AA. advertían de los riesgos de esa zona fronteriza y la Iglesia apuntaba a la defensa del aborto de la ideología detrás de Douglas Tompkins, la ecología profunda. Ese año se frustraba, gracias a una nada de reservada acción del gobierno, la compra de Huinay, el predio más importante para Tompkins en ese momento.  Ese 1995, sólo el mármol que cubría la obstinación de ecologista hizo que no abandonara el país. “Un perro que no suelta la presa”, lo describirían algunos de sus colaboradores, para explicar cómo había sobrevivido a ese año.

Veinte años después, Tompkins murió en un país distinto. Mientras muchos de sus grandes detractores han perdido relevancia y legitimidad, el empresario estadounidense parece haberla ganado. Salvo un par de voces críticas, el país sintió su partida. Con cuatro grandes predios (Pumalín, Corcovado, Yendegaia, Chacabuco, dos de ellos ya donados al Estado) el legado del ecologista hoy luce enorme e incluso la ecología profunda, su convicción más dura y debatible, dejó de ser tema central.

Estos parques -todas reservas biológicas de altísimo valor- siempre estuvieron opacados detrás de la fuerte personalidad de Tompkins y sus batallas. Porque él nunca dejó de pelear. En la década de los 90, sus adversarios estaban en casi todos los rincones de relevancia. En los 2000, la dura gestión por comprar la Hacienda Chacabuco y luego su disputa con el ministro de OOPP de Bachelet, Eduardo Bitrán, por el trazado de la carretera Austral, lo tuvieron siempre en alerta. En la década siguiente, su adversario a derrotar fue HidroAysén. La paz había llegado en los últimos años. Y con ello la plenitud de su obra.

Esto ha permitido ver con mucha más claridad el legado de Tompkins. La Patagonia está más cerca que nunca del resto del país, muchos empresarios se han sumado a la conservación de esa zonas y otros grupos se han reunidos para crear parque privados con el fin de proteger la naturaleza y alentar el turismo. Incluso se está creando el sendero de los parques patagónicos. Hoy el legado de Tompkins es la sustentabilidad y no la pérdida de soberanía para el país, el foco preferido por sus críticos en los 90.

Tompkins murió y el país sabe que todos sus predios serán parte del Estado de Chile. Siempre se afirma que el 20 por ciento del territorio chileno está protegido. Pero esa cifra no dice nada, porque muchos de los 32 parques están prácticamente abandonados, sin infraestructura mínima para el público, sin vías de acceso y con el mínimo de guadaparques. Tompkins cambió ese estándar. Sus propiedades (salvo el Corcovado) tienen infraestructura y senderos diseñados y supervisados por el mismo ecologista, quien siempre fue un apasionado por el diseño y la belleza. Son parques preparados para que la gente pueda disfrutar de su magnitud. El paso de las propiedades de Tompkins a Chile –queda Chacabuco y el Pumalín, ambos en vías de negociación con el gobierno- además elimina otro de los mitos que se crearon en torno a él; que venía a acumular tierras baratas sólo para su propio fin. En los 90 todo, incluso lo más absurdo, podía convertirse en hecho.

Más allá de los cambios evidentes de la sociedad chilena y de la simpatía que hoy existe por la conservación, el legado de Tompkins está protegido por su mujer, Krist McDivitt. La  fundadora de Patagonia es una mujer fuerte y con enorme capacidad negociadora. Ella encabezó la compra de la hacienda Chacabuco en 2004. En un escenario adverso supo pelear las 80 mil hectáreas a adversarios como Bernardo Matte y Juan Bilbao y ganarles la disputa. Y a diferencia de Douglas Tompkins, ella es sociable, acogedora, más cercana a la gente.

McDivitt está negociando la entrega de la ex hacienda Chacabuco y del Pumalín, bajo ciertas condiciones que permitan que las zonas de conservación queden protegidas y se incorporen otras áreas que hoy son del Estado. Estas conversaciones pueden ver humo blanco muy pronto.

Una vez ese proceso concluya, el legado de Tompkins y su mujer estará sellado. Y al momento del resumen será imposible no mirar cómo este empresario testarudo y obstinado, hombre de pocas palabras y fiero a la hora de negociar (“un perro que no suelta su presa”), representa también los cambios profundos que la sociedad chilena ha vivido en las últimas dos décadas. La misma sociedad que sospechó de él, después de 20 años, entendió perfectamente por qué vino a Chile. Y de esa manera lo despidió.

*Editor general Medios Digitales Canal 13 y autor del libro Tompkins: el millonario verde.

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