García Márquez vuelve sobre los amores maduros en novela inédita

Antes de morir, el escritor colombiano aún no decidía si publicar En agosto nos vemos. Ahora se podría lanzar como inconclusa.




Una mujer madura en una isla tropical se deja llevar una noche por sus instintos. Ana Magdalena Bach tiene 52 años y desde hace casi tres décadas realiza un sagrado viaje anual: todos los 16 de agosto visita la tumba de su madre y a las cinco de la tarde le deja un ramo de flores. Siempre va sola. Es la última mujer de Gabriel García Márquez: Ana es la protagonista de En agosto nos vemos, la novela que dejó inconclusa.

Fallecido hace dos semanas, el creador de Macondo llevaba varios años sin escribir. Mientras acechaban los rumores sobre el estado de su memoria, en 2009 su agente, Carmen Balcells, confirmó que García Márquez ya no escribía. Paralelamente, el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince aseguró que el Nobel incluso celebró con sus amigos, hacia 2008, dos años sin anotar un solo párrafo. Nada de eso, sin embargo, negaba la posibilidad de una sucesora a Memoria de mis putas tristes, de 2004.

A mediados de 2008 empezó a correr por primera vez la información de que García Márquez tenía una novela en la puerta del horno. La despedida. Dos periodistas colombianos dijeron tener la exclusiva: En agosto nos vemos, decían, saldría al año siguiente. Y aunque como sabemos no salió, el biógrafo británico del escritor, Gerald Martin, aseguró que guardaba un "par" de libros inéditos completos. Para él, sin embargo, el autor de La hojarasca debía resolver otro problema: "¿Eran dignos de ser publicados bajo el nombre insigne de Gabriel García Márquez?".

Aparentemente, el autor nunca se decidió. Y ahora es la familia la que tendrá que resolver qué hacer con esos manuscritos. Tras su muerte, cada párrafo inédito del autor de Cien años de soledad vale oro. Según dijo el editor de Penguin-RMH, el sello de García Márquez, Claudio López, la novela En agosto nos vemos podría publicarse como obra inconclusa. "Estaba al punto de cierre, pero no la terminó por eso, por lo perfeccionista que era. Le costaba concluirla y no quería que se publicara de momento", dijo el editor al diario colombiano El Tiempo.

UNA ISLA PARA SIEMPRE

Se trata de un viejo proyecto. Inicialmente, el escritor habría pensado la historia de Ana Magdalena Bach como material para cuentos; llegó a publicar dos relatos sobre el tema, en The New Yorker y El País. En 1999, García Márquez leyó en un encuentro público el primer capítulo de En agosto nos vemos, y ese texto ha sido rescatado en el diario español La Vanguardia y que reproducimos parcialmente. Relata el viaje de Ana a la miserable isla donde está enterrada su madre.

Parte de un ciclo de novelas sobre el amor en la madurez de la vida, que incluye El amor en los tiempos del cólera (1985), Del amor y otros demonios (1994) y Memoria de mis putas tristes, en esta novela inédita García Márquez arranca la trama con una noche de inesperada pasión para Ana. Después de 28 años siguiendo la misma rutina en la isla donde descansa su mamá, la rompe al ritmo del alcohol y los boleros del bar de su hotel: se lleva a su pieza a un hombre desconocido.

Ana tiene otra vida. Mujer de clase alta, lleva 23 años casada con un hombre que la amaba. Por el matrimonio dejó inconclusa una carrera universitaria de Letras. Era virgen. Antes de darle el sí, le pidió a su marido una sola cosa: que la dejara viajar sola todos los años donde su madre. Como en toda la obra de García Márquez, lo enigmático mueve a los personajes: tres días antes de morir, la mamá de Ana pidió ser sepultada en la isla.

Ubicada en el Caribe, la primera vez que la protagonista llegó hasta la isla lo hizo tras un viaje en canoa a motor de cuatro horas. Era una aldea de pescadores. Durmió a la intemperie en una hamaca colgada de cocoteros. "Entendió la voluntad de su madre cuando vio el esplendor del mundo desde la cumbre del cementerio", se lee. Luego, Ana decidió visitar la tumba todos los años, quedándose siempre en el mismo hotel, moviéndose siempre en el mismo taxi, dejándole siempre gladiolos.

Por ahora, En agosto nos vemos es sólo una novela posible. Si García Márquez no dio su aprobación, habrá sido por algo. Difícil sería que no hubiesen querido publicarla. Público tiene, sobre todo hoy: la semana pasada, según el ranking de libros elaborado por La Tercera, Cien años de soledad fue el segundo libro más vendido en Chile. El octavo fue El amor en los tiempos del cólera.

LOS PRIMEROS PARRAFOS DE EN AGOSTO NOS VEMOS

Volvió a la isla el viernes 16 de agosto en el transbordador de las dos de la tarde. Llevaba una camisa de cuadros escoceses, pantalones de vaquero, zapatos sencillos de tacón bajo y sin medias, una sombrilla de raso y, como único equipaje, un maletín de playa. En la fila de taxis del muelle fue directa a un modelo antiguo carcomido por el salitre. El chófer la recibió con un saludo de antiguo conocido y la llevó dando tumbos a través del pueblo indigente, con casas de bahareque y techos de palma, y calles de arenas blancas frente a un mar ardiente. Tuvo que hacer cabriolas para sortear los cerdos impávidos y a los niños desnudos, que lo burlaban con pases de toreros. Al final del pueblo se enfiló por una avenida de palmeras reales, donde estaban las playas y los hoteles de turismo, entre el mar abierto y una laguna interior poblada de garzas azules. Por fin se detuvo en el hotel más viejo y desmerecido.

El conserje la esperaba con las llaves de la única habitación del segundo piso que daba a la laguna. Subió las escaleras con cuatro zancadas y entró en el cuarto pobre con un fuerte olor de insecticida y casi ocupado por completo con la enorme cama matrimonial. Sacó del maletín un neceser de cabritilla y un libro intenso que puso en la mesa de noche con una página marcada por el cortapapeles de marfil. Sacó una camisola de dormir de seda rosada y la puso debajo de la almohada. Sacó una pañoleta de seda con estampados de pájaros ecuatoriales, una camisa blanca de manga corta y unos zapatos de tenis muy usados, y los llevó al baño con el neceser.

Antes de arreglarse se quitó la camisa escocesa, el anillo de casada y el reloj de hombre que usaba en el brazo derecho, y se hizo abluciones rápidas en la cara para lavarse el polvo del viaje y espantar el sueño de la siesta. Cuando acabó de secarse sopesó en el espejo sus senos redondos y altivos a pesar de sus dos partos, y ya en las vísperas de la tercera edad. Se estiró las mejillas hacia atrás con los cantos de las manos para verse como había sido de joven, y vio su propia máscara con los ojos chinos, la nariz aplastada, los labios intensos. Pasó por alto las primeras arrugas del cuello, que no tenían remedio, y se mostró los dientes perfectos y bien cepillados después del almuerzo en el transbordador. Se frotó con el pomo del desodorante las axilas recién afeitadas y se puso la camisa de algodón fresco con las iniciales AMB bordadas a mano en el bolsillo. Se desenredó con el cepillo el cabello indio, largo hasta los hombros, y se hizo la cola de caballo con la pañoleta de pájaros. Para terminar, se suavizó los labios con el lápiz labial de vaselina simple, se humedeció los índices en la lengua para alisarse las cejas lineales, se dio un toque de su perfume amargo detrás de cada oreja y se enfrentó por fin al espejo con su rostro de madre otoñal. La piel, sin un rastro de cosméticos, se defendía con su color original, y los ojos de topacio no tenían edad en los oscuros párpados portugueses. Se trituró a fondo, se juzgó sin piedad y se encontró casi tan bien como se sentía. Sólo cuando se puso el anillo y el reloj se dio cuenta de su retraso: faltaban seis para las cinco. Pero se concedió un minuto de nostalgia para contemplar las garzas que planeaban inmóviles en el vapor ardiente de la laguna. Los nubarrones negros del lado del mar le aconsejaron la prudencia de llevar la sombrilla (...)

En la cumbre de la colina estaba el cementerio triste de los pobres. Empujó sin esfuerzo el portón oxidado, y entró con el ramo de flores en el sendero de túmulos tragados por la maleza, con escombros de ataúdes y saldos de huesos calcinados por el sol. Las tumbas parecían iguales en el cementerio desamparado con una ceiba de grandes ramas en el centro. Las piedras afiladas hacían daño aun a través de las suelas de caucho recalentado, y el sol duro se filtraba por el raso de la sombrilla. Una iguana surgió de los matorrales, se detuvo en seco frente a ella, la miró un instante y escapó en estampida.

Había acabado de limpiar tres tumbas, y estaba exhausta y empapada de sudor cuando logró reconocer la lápida de mármol amarillento con el nombre de la madre y la fecha de su muerte, veintinueve años antes.

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