Histórico

Juan Andrés: "La dramaturgia nunca está superada"

El autor de Historia del teatro en Chile: 1890-1940 lanza un libro que recopila sus críticas de teatro escritas entre 1976 y 2002 en diversos medios de comunicación.

Desde la crítica al régimen de Pinochet a un "pueril frenesí" facilitado por la tecnología: la edad de oro del teatro chileno nace alrededor del año 76, tiene su punto álgido con los montajes experimentales de los años 80 y 90, y llega a una pluralidad institucionalizada en el 2000. Durante este proceso se montaron cientos de obras que Juan Andrés Piña vio y reseñó para diversos medios de prensa y que ahora compila en un volumen que se vuelve imprescindible. Contingencia, poesía y experimentación. Teatro chileno 1976-2002 es un registro de primera mano del teatro nacional, elaborado en su momento histórico, y ahora digerido en 400 páginas que señalan una suerte de canon múltiple.

El libro amplía la recopilación anterior del autor, Veinte años de teatro chileno, publicado en 1998, y anuncia la segunda parte de la historia del teatro chileno que ha emprendido Piña, crítico de La Tercera y autor de otros libros claves para conocer el pensamiento de los escritores nacionales de estos tiempos: Conversaciones con la narrativa chilena y Conversaciones con la poesía chilena. El teatro, en este contexto creativo, aparece como un campo clave de nuestra cultura.

El libro refleja la solidez del teatro. ¿Sería exagerado hablar de época de oro?
Da cuenta del cuarto de siglo más importante. En la historia del teatro en Chile hay tres grandes períodos: los inicios, en torno al 1900; la fundación de los teatros universitarios, en los años 40, y el surgimiento, unos años después del golpe, del teatro de resistencia y las propuestas más experimentales de los 80.

Hay mucha variedad. ¿Cuáles son las vertientes más claras?
Comienzan en 1976, con una serie de obras duras, puntudas, que nacen desde la evolución de un teatro realista. Curiosamente, ese realismo tiene una gran fuerza hoy entre la gente más joven. Por ejemplo, en el verano tuvo gran éxito Los payasos de la esperanza, una obra muy básica, que muestra la cesantía en grupos culturales marginales, estos tonis que están esperando que les den pega. Es del año 77, pero no perdió vigencia: al contrario, recuperó un público, habló de cosas que no se hablan, con una puesta en escena que no es tan política. Luego, en los 80, aparecen el grupo La Memoria, de Alfredo Castro, y Cinema Utoppia, de Ramón Griffero, con la exploración de un imaginario más simbólico, con propuestas que disocian la corporalidad del texto. Por eso elegí como portada una foto de Historias de la sangre, de La Memoria, porque hay una articulación entre esos dos grandes momentos. Los temas que se tocan son más oscuros: sexualidad reprimida, homosexualidad, locura pasional. Es el gran segundo momento del teatro chileno.

¿Coincide con la recuperación del dramaturgo que remarca?
Al dramaturgo lo habían echado para afuera los actores, la creación colectiva. Pero en los 90 se empieza a ver no como dador de ideas, sino como creador de mundo: se consolidan Radrigán, De la Parra, Galemiri. Hay un universo dramático que no se puede hacer colectivamente, tomando un clásico con una obrita chilena más unos poemas que yo escribí. La recuperación del dramaturgo es clave.

¿Qué tendencias existen hoy?
Por un lado, el teatro que los viejos socialistas llamaban digestivo, al que la gente iba después de comer, a reírse, porque era parte del ritual. Es un teatro que no tiene contenido y en Chile es bastante mal hecho. El otro es un teatro joven que busca contenido, con dos o tres obsesiones que a veces plasman bien: las relaciones familiares y la marginalidad, pero ya no de los menesterosos, sino de la clase media baja, esos gallos que no aparecen en la prensa, donde se ven los más pobres o los más ricos. Esos tipos crean un nivel de relaciones familiares muy intensas, muy complejas, muy destructoras. Pero hay un hueco que es necesario llenar: un público intermedio que no tiene teatro, porque no se han logrado recuperar obras de la tradición con un enfoque actual. El año pasado se hizo un Shakespeare como un ópera, cantado con ritmos actuales, sin perder los personajes ni la anécdota: tú te deslumbrabas, porque es una relectura bien hecha. Falta retomar a Arthur Miller, por ejemplo, con una lectura actual, sin cambiar ni meterle a la fuerza la Odisea o textos de Zurita. Ese público culto, de clase media, está huacho.

¿Qué obras buenas ha habido para ese público?
Un gran ejemplo es Los que van quedando en el camino, que Guillermo Calderón montó en el verano. Ocupó el antiguo Congreso Nacional y la cola daba la vuelta cuatro cuadras. La gente se quedó sin verlo, y no se puede hacer reposición, porque lo hizo con puros actores viejos de la tradición chilena, en un lugar distinto, le dio una mirada diferente, pero conservando el texto de Isidora Aguirre. Calderón cambió del enfoque político al humano: la gente que busca un lugar para vivir con sus hijos más que "organicémonos muchachos para asumir el poder popular", que es la tesis de la obra. Lo mejor del Bicentenario en teatro ha sido demostrar que la dramaturgia nunca está superada y es un gran legado al que hay que volver, pero no para hacer el experimento por el experimento, sino con un enfoque nuevo que valore el texto.

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