Histórico

Se cumplen 50 años de la odisea del Dalai Lama por el Himalaya

<img height="17" alt="" width="60" src="https://static-latercera-qa.s3.amazonaws.com/wp-content/uploads/sites/7/200812/223826.jpg" /> Tiempo justo para repetir la travesía que hizo por tierra el líder espiritual del Tíbet.

A mitad de carretera, ya dejando Nepal atrás, en medio de la polvareda y un aire seco similar al altiplano, diviso por la ventana derecha el Everest, dominando los colosos del Himalaya. No puedo creer tan magnífico escenario. Salto por mi cámara. Le grito al chofer que se detenga para mi primera gran foto en el Tíbet, ésa que sólo he visto en postales. El guía duerme y no responde. El chofer no entiende nada, sólo ríen sus ojos rasgados en medio de un rostro amarillo ocre, seco por el sol. Acelera más. En cosa de segundos mis compañeros de viaje se encantan con el panorama. Todos queremos tomar el contraste azul y blanco del macizo y cuanto pastizal  lo decora. El guía abre un ojo y en un inglés tarzánico nos dice "no posibil", aclarándonos que está prohibido fotografiar sin su autorización.

Entre los 8 extranjeros del minibús, la presión sube con los minutos -Mister, stop, photo, pedimos entre todos. Pero él no se inmuta. Nada. Todos contra el guía. Repentinamente, ya entrando en una curva para perdernos en un valle, acudo a la astucia chilensis: "Toilet, toilet, pis, pis, xie-xie". El guía ordena al chofer un "pis-stop". Nos bajamos. Ciertamente la parada más larga de nuestras vidas: las mujeres a 100 metros a la izquierda del minibús y los hombres 100 metros a la derecha. Finalmente, predomina el instinto; todos a la derecha disparando 20 clics por minuto frente a la cara norte del Everest, que se yergue soberbio en el horizonte, en las cercanías del Monasterio de Rongpu.

No cabe duda que la figura del Dalai Lama es la más importante de este lugar. Cruzó poblados campesinos, ventisqueros, llanuras y cerros para finalmente refugiarse en este monasterio -campamento base del Everest- y cruzar en 7 días a Nepal, caminando a 5 mil metros con "lo puesto". Todo una gesta que nos acompaña cual luz al final del camino, impregnándole un sacrosanto vértigo a nuestro periplo. Es el día uno de nuestro viaje y ya nos damos por pagados.

LA CARRETERA DE LA AMISTAD
Vamos por una larga carretera, bautizada "de la Amistad", que comunica las capitales del Tíbet y Nepal, en 700 km. Pasamos la noche en Sakya, un monasterio localizado a 4.300 metros de altitud. Sakya es una población con casas pintadas de gris, y adornadas con rayas verticales rojas y blancas. Fundado entre los siglos XI y XII, fue uno de los mayores monasterios del Tíbet hasta la Revolución Cultural. Por fuera tiene un aspecto de fortaleza, con murallones y torreones de vigía. A un costado se produce el gran rito de la trilla, donde una vez al mes todas las familias del pueblo ofrecen sus yaks, burros y bueyes para moler el trigo reunido.

Nos acercamos para participar de la actividad en medio de la muchedumbre, quienes nos observan como bichos raros, de pies a cabeza. Las mujeres visten túnicas de lana de oveja, atuendos de cuero de yak, y unas mochilas de saco muy bien hiladas donde depositan el trigo y la harina. Los hombres, chaquetones de lana que cubren sus pantalones. Para abajo hojota y calcetas o botines de piel. Ciertamente una vuelta atrás de medio siglo de un paraguazo.

Pasado un rato entro en confianza y saco mi "tibetan phrasebook" para socializar un poco. Se me acerca un grupo de chiquillos curiosos con sus pómulos curtidos por largas horas de sol y campo. Entre sonrisas y muecas hojeamos la libreta para dar con los vocablos, y justo por azar aparece una foto del Dalai Lama. Repentinamente se acerca más gente, unas 20 personas más o menos, todos con sus rostros gastados, pelos chuzos trasquilados y gorras centenarias. Al ver la imagen invocan a Su Santidad haciendo gestos de reverencia una y otra vez. Mostrar fotos del Dalai está prohibido, pero me pillan por sorpresa así que, obligado, corro el riesgo considerando que el guía está con el grupo adentro del monasterio. Lindo momento al recordar que el Dalai se escondió con los abuelos de estos niños en su paso al exilio.

En señal de agradecimiento me ofrecen gentilmente un té, ulpo y momos (deliciosas masitas, tipo ravioles, rellenas con vegetales que cuecen al vapor). En la altura las infecciones y bacterias son escasas, así que acepto la comida. Todos los tibetanos basan su dieta en la harina de cebada tostada y en derivados lácteos como el yogur: en ocasiones comen carne de yak. A todas horas beben té de mantequilla y les encanta su cerveza ancestral que, para ser francos, es bastante fuerte y desabrida. Una dieta no muy saludable, pero esencial para soportar las alturas y el clima.

Al día siguiente continuamos el recorrido hacia Shigatse. Ahí se ubica uno de los monasterios más bellos de todo el Tíbet: el Tashilumpo, al pie de la carretera de la Amistad. Construido en el siglo XV y muy importante para la orden monástica de los geluk, es uno de los mejor conservados de la región, y no en vano es la sede tradicional del Panchen Lama, la segunda autoridad religiosa del país, secuestrado a los 9 años.

Recomendamos caminar la circunvalación del complejo siguiendo la vía de los peregrinos o "khora de Tashilumpo", con increíbles panorámicas a los valles aledaños. Nuestra cercanía con la capital y la influencia china ya se empiezan a notar. Algunas construcciones "modernas" -de cerámica blanca y uniforme- se entremezclan con las bajitas casas de adobe que utiliza el pueblo antiguo.

Es nuestro tercer día en Tíbet y cada jornada es más sorprendente que la anterior. Continuamos nuestro recorrido rondando los 3 mil metros de altitud, llegando a Gyantse al atardecer. Este poblado es célebre por su kumbum o relicario monumental muy ornamentado, con capillas interiores que guardan frescos y murales del siglo XIV. Seguimos la travesía cruzando pequeños villorrios muy parecidos a los pueblos del desierto de Atacama, pero con la única diferencia que el aislamiento aquí es total. Apenas 2 buses a la semana por la única vía terrestre habilitada para el tráfico vehicular.

Después de cruzar un par de valles glaciales y serpentear una larga cuesta, hemos alcanzado un nuevo hito: el paso Mugdha-La a 4.950 metros. Coloridas banderas de plegarias tibetanas rodean esta especie de gruta en la mitad de la nada, las que flamean lanzando sus oraciones al viento. Desde aquí la vista es fenomenal: 360° con valles y picachos como hileras para donde se mire, y a un costado el sagrado lago Yamdrok, rodeado de montañas.

LA RESIDENCIA DE LOS LAMAS
Llegamos a Lhasa, la capital de la región autónoma del Tíbet, y un sueño por donde se le mire. Decenas de monasterios, ferias y rústicos personajes deambulan por sus calles principales dándole un toque colorido y pintoresco. Salimos a caminar y nos damos cuenta que en verdad hay dos "Lhasas". La original tibetana, compuesta de templos y de barrios populares, con casas señoriales; y a su alrededor, un colosal collar chino de manufacturas electrónicas y edificios tipo DFL2, de baja altura y cero arquitectura. Más occidentalizada que lo previsto -especialmente después de una semana por el campo rural-, enfrentamos semáforos, tiendas de souvenirs, avenidas pavimentadas y policías de verde, sintiéndonos casi en casa.

Repentinamente nos topamos con una plazoleta donde el humo de las ofrendas se mezcla con el aire, y a un costado se ubica una peculiar construcción repleta de peregrinos y monjes caminando en redondo. Es la plaza de Jokhang y su divino templo, tal vez el lugar más sagrado de todo el Tíbet y eje espiritual de Lhasa. En la entrada, los peregrinos se postran para purificar su sumisión a los cinco venenos: el deseo, la ignorancia, la envidia, el orgullo y el odio.

Nos comentan los locales que para facilitar la construcción del Templo de Jokhang, desecaron el lago Worthang con tierra traída a lomo de cabra. Por eso, en el siglo VII la ciudad era como Rasa, "Tierra de Cabras" (ra significa cabra, y sa, tierra), y sólo más tarde pasó a llamarse Lhasa, "Tierra de deidades". Salimos del interior del Jokhang aturdidos, como si regresáramos de otra dimensión.

Nuevamente Lhasa amanece despejada y silenciosa. En un abrir y cerrar de ojos, nos encontramos subiendo las escalinatas del magistral Potala. Tal cual como Alexandra David-Néel lo describió en 1924: "Un pedestal de construcciones masivas levantan al cielo un palacio coronado de techos de oro".  Desposeído de todo, el Potala es hoy casi una caricatura, pero indispensable de conocer. Le dedicamos todo el día a la antigua residencia de los lamas, que los chinos mantienen impecable para los turistas. La decoran más de 200 mil estatuillas, tres mil habitaciones, cientos de guardias, decenas de cámaras y, paradójicamente, ningún monje.

Tomo la última foto desde la pieza donde habitaba el Dalai, observando por su amplia ventana todas las cordilleras colindantes. Llega la noche y veo esta inmensa fortaleza iluminada: un espectáculo único y sin parangón. Miles de ventanitas y sus lucecitas me despiden al anochecer. Voy a tomar una cerveza a un pub local para celebrar el viaje. En el escenario, un chino y una tibetana abogan por la hermandad entre los dos pueblos. A lo lejos retumban los petardos, celebrando la llegada del primer tren chino a Lhasa, el "Transtibetano", que viene desde Beijing. Toda una novedad. Contento por lo vivido y viajado, tomo el avión de retorno a Katmandú. Desde arriba observo pequeños puntos negros labrando el trigo y la cebada, y un gran camino longitudinal que divide el Tíbet en dos: la carretera de la Amistad. La misma que recibe aventureros, monjes y peregrinos. La misma que hace 50 años caminó el Dalai en busca de la otra libertad.

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