Opinión

Acallando al mensajero

Acallando al mensajero Jonnathan Oyarzun/Aton Chile JONNATHAN OYARZUN/ATON CHILE

Una reciente iniciativa legislativa amenaza con opacar una de las funciones vitales de la prensa en una sociedad democrática: su rol fiscalizador. El proyecto busca sancionar penalmente la “divulgación indebida” de antecedentes de una investigación criminal, una medida que, aunque en apariencia pretende proteger la integridad en la justicia, podría convertirse en un mecanismo de censura.

La propuesta introduce un nuevo tipo penal sancionando a “quien difundiere o divulgare indebidamente las piezas o antecedentes de una investigación penal”. El problema radica en la ambigüedad del término “indebidamente”, que ofrece un poder discrecional inmenso para perseguir a periodistas y medios de comunicación que, en el ejercicio de su deber de informar, publiquen contenido de un claro interés público originado en una filtración que reciben de buena fe.

La amenaza de enfrentar un proceso penal genera un evidente “efecto inhibitorio” (chilling effect). Ante la duda, muchos medios optarán por dejar de investigar o publicar casos de corrupción, abusos de poder o irregularidades graves que involucren a figuras públicas, precisamente el tipo de información que una ciudadanía tiene derecho a conocer.

El proyecto omite un bien jurídico fundamental: el interés público. Tanto la Constitución como la Ley de Prensa reconocen el derecho a ser informados sobre hechos de interés general. Y la reserva de una investigación penal no es un valor absoluto que pueda anular este derecho fundamental; cuando la información filtrada revela un hecho de alta connotación pública, el secreto procesal debe ponderarse ante ese derecho de la ciudadanía a recibir información. El proyecto simplemente inclina la balanza en favor del secreto.

Asimismo, la iniciativa ignora un aspecto bien desarrollado en el derecho comparado bajo la doctrina de las “manos limpias” (clean hands). Un precedente clave es el caso Bartnicki vs. Vopper de la Corte Suprema de EE.UU., cuya máxima resume el conflicto en que “la conducta ilegal de un extraño no es suficiente para remover el escudo de la Primera Enmienda del discurso sobre un asunto de interés público”. En simple, la responsabilidad por la filtración recae en el funcionario o abogado infractor, no en el mensajero que cumple con su función social.

Por otra parte, la decisión de publicar una filtración exige un análisis riguroso de ética periodística. Así, se evalúan varios elementos: primero, si la información realmente tributa al interés público –es decir, si revela corrupción, abusos o fallas sistémicas que la ciudadanía tiene derecho a conocer– o si solo satisface una curiosidad morbosa; segundo, descartar que la filtración obedezca a una estrategia mezquina de las partes del proceso, buscando utilizar a la prensa; tercero, que el periodismo no sea agente causante de la filtración, ya que podría teñir de ilegalidad la información. Esta autorregulación ética es un dique de contención que la ley parece ignorar.

Sancionar la publicación de filtraciones sin las salvaguardas adecuadas es debilitar a la prensa y, con ello, a la propia democracia.

Por Sebastián Zárate, profesor de Derecho de la Información, Universidad autónoma de Chile

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