Opinión

Autodeterminación de los pueblos

Imagen de referencia.

Las multitudinarias manifestaciones ciudadanas de esta semana abrieron la esperanza sobre las posibilidades de la movilización social en Venezuela; la que ejercida de manera pacífica, pero con gran convicción, dieron un nuevo impulso a una causa cuyos protagonistas erróneamente creíamos ya cansados y rendidos. Se trata de una cuestión en extremo relevante, pues las otras dos maneras de poner término al infierno que vive la mayoría de ese pueblo -un golpe de Estado o una intervención externa- abren un escenario de insospechables consecuencias, pudiendo agravarse más la crisis política y social en dicho país, como si aquello todavía fuera posible.

Y así el debate volvió a darse en Chile y en el mundo. Pero aquí, como una y otra vez, muchos siguen entrampándose en las miserias del doble estándar, al punto que prefirieron seguir teorizando, en un mar de matices y distinciones, cuyo único propósito pareciera ser evitar un pronunciamiento claro y contundente sobre un drama que ya no admite más dilaciones.

El más ignorante y patético de estos eufemismos, es aquel que esgrime el principio de autodeterminación de los pueblos en favor de Maduro y su régimen. ¿Qué autodeterminación puede haber cuando no existen un mínimo de garantías de los derechos civiles y políticos de las personas, cuando el disentir públicamente puede acarrear la cárcel o la muerte, cuando cualquier intento de manifestación pública es reprimida con brutal violencia, o cuando se contravienen los principios más básicos de toda democracia? La paradoja hoy, al igual que ayer ocurrió con la dictadura de Pinochet, es que los principales defensores de la autodeterminación de los pueblos, terminaron siendo aquellos mismos a quienes les importaba un carajo la opinión y decisión de su pueblo, cuya voluntad no solo negaron, sino que persiguieron y silenciaron.

Justamente en aras de ese pueblo venezolano, para el cual queremos y le deseamos una real autodeterminación, es que no podemos permanecer impávidos, amparándonos en una cómplice neutralidad, la que termina haciendo oídos sordos a ese dramático clamor. Pero más hipócrita todavía, es que disfracemos nuestra incapacidad para superar los prejuicios, reconocer la realidad o la ausencia de coraje para salir del doble estándar, esgrimiendo públicamente los derechos de un pueblo al cual, en los hechos, se está abandonando y dejando a la suerte de unos pocos salvajes.

Frente a una crisis como esta, no existen los caminos fáciles o inocuos. Pero ampararse en esa complejidad para evitar tomar una decisión, dice mucho sobre cómo algunos entienden la institucionalidad política, pero dice todavía algo peor de ellos como personas y protagonistas de la misma.

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