Autonomía regional y unidad estatal



Por Enrique Rajevic, Núcleo Constitucional UAH

La consagración en el proyecto de nueva Constitución de la autonomía de las regiones y comunas, en la lógica de un Estado Regional y no unitario -como ha sido desde el inicio de la República- ha generado una preocupación que es fácil de entender: eso podría perjudicar la gestión pública, pues un Estado de este tipo es mucho más complejo de administrar, junto con debilitar la unidad y la identidad de nuestro país. Sin embargo, los esfuerzos por descentralizar al Estado unitario, que ya estaban expresados en la Carta de 1925 y fueron profundizados por la de 1980 y sus reformas (hasta la elección de gobernadores/as regionales en 2021), han logrado pobres resultados, como lo demuestra la composición de la inversión pública comparada con otros países.

Parece lógico, por lo mismo, idear nuevas fórmulas, y a eso responde este Estado Regional; una fórmula que a nivel internacional admite un amplio abanico de opciones, pues sirve para describir un modelo que no es ni unitario ni federal, con lo que no hay un espejo claro en el que mirarse. Con todo, si examinamos el texto aprobado por el Pleno de la Convención se advierte que esta autonomía no es ilimitada. Su finalidad, por un lado, es realizar los “fines e intereses” de la región o de la comuna, “en los términos establecidos por la presente Constitución y la ley” (art. 5°). Las entidades territoriales deben gobernarse “en atención al interés general de la República, de acuerdo a la Constitución y la ley” (art. 2°), reconociéndose la unidad estatal y prohibiéndose la secesión territorial (art. 5°). Algunas de las facultades que han despertado más alertas, como la posibilidad de establecer contribuciones y tasas (no impuestos, pues se reservan a la ley) o la de crear empresas públicas regionales, requieren de leyes previas que deberá despachar el Congreso, de manera que habrá un marco ordenador a nivel país. Por otro lado, aunque se establece la radicación preferente de competencias en el nivel local, y luego el regional, quedando el Estado en una posición residual -o incluso subrogatoria (arts. 16 y 19)-, también se reconoce la existencia de entidades estatales centralizadas cuando la ley lo disponga “por razones de eficiencia y de interés general” (art. 28).

Con todo, hay aspectos a perfeccionar; por ejemplo, llama la atención que no se hayan definido las competencias específicas del Estado para asegurar un mínimo común de prestaciones para todos quienes habitamos Chile. Y más que la regla rígida de radicación de competencias adoptada (art. 19), habría sido preferible que la ley asigne éstas en el nivel territorial que sea más eficaz para lograr el resultado pretendido en cada caso (como ocurre en la Unión Europea).

Efectivamente, el modelo planteado todavía podría ajustarse debido a lo que resuelva la Convención en otros temas, como ocurre en relación con las atribuciones de la Cámara Territorial o con la existencia de reglas comunes a la Administración Pública en todos sus niveles (central, regional y comunal), de manera de garantizar su profesionalidad ante los gobiernos de turno.

Asimismo, es preciso conocer las normas transitorias que serán muy relevantes para la implementación de este diseño, que no puede ser instantáneo y que puede permitir ajustar a futuro las reglas que se definan (sería pretencioso creer que eso no va a ser necesario).

Finalmente, las normas aprobadas han entregado al Poder legislativo un campo relevante de acción, que hace difícil anticipar cómo será, en la realidad, este futuro Estado Regional.

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