Columna de Óscar Contardo: Lo que queda del día

Yasna Provoste cerrando su campaña. FOTO: REUTERS/Juan Gonzalez


La foto es de hace poco más de 30 años, fue tomada en el Teatro Cariola, en agosto de 1989, durante una de las proclamaciones de la candidatura de Patricio Aylwin a la Presidencia. En esa ocasión el candidato recibía el apoyo de artistas y trabajadores de la cultura. En la imagen aparece el candidato sentado en la platea rodeado de políticos, la mayoría hombres maduros que habían jugado algún rol público antes del Golpe de Estado. Aparte de las artistas presentes, las únicas mujeres relacionadas con la política que se distinguen son hijas o esposas de los dirigentes invitados. Todos ellos tenían en común el haber padecido la dictadura en distintos grados de brutalidad: había personas que sufrieron despidos de sus trabajos, detención, tortura, exilio o la desaparición de familiares y amigos. Todo eso bajo la responsabilidad de quienes aún estaban en el gobierno y seguían negando lo acontecido, o derechamente justificándolo.

Aquella proclamación resulta ahora un fresco de época y el punto de partida de un amplio arco de tres décadas durante los cuáles la Democracia Cristiana fue parte del gobierno y de la oposición junto al Partido Socialista, sosteniendo el consenso en torno a un modelo económico y social que, en tanto partidos, no quisieron ni pudieron ajustar a los cambios de época ni a las nuevas demandas. La campaña de Aylwin en 1989 fue el inicio de ese arco temporal que acabará tocando el suelo hoy, porque cuando esta nota salga impresa en el diario, la jornada de elecciones habrá comenzado y la suerte que corra la candidata Yasna Provoste marcará el futuro de un legado que para muchos significa una garantía de estabilidad y, para otros, un peso muerto que ha dificultado la adaptación política frente a un futuro amenazante.

La proclamación de la senadora Yasna Provoste como candidata puede ser considerada una actualización apresurada y de emergencia frente a los acontecimientos, en un partido en donde cunde el poder de ciertas familias, de algunos apellidos y el valor de la pertenencia a un círculo sobre todo santiaguino y masculino. Un partido en donde, hasta hace no mucho, la palabra “feminismo” resultaba sospechosa y las decisiones políticas podían argumentarse públicamente con encíclicas papales. La candidatura de una mujer con una carrera política propia que pudo remontar las barreras clasistas y racistas que abundan en todas las instituciones locales resultaba un paso lógico para el momento; una figura en la que se funde el potencial de popularidad con la vocación de bisagra de una tienda que ha hecho del zigzagueo político una disciplina de alto rendimiento y de la flexibilidad para conciliar intereses de los poderosos con discursos reformistas que a veces solo quedan en palabras, un arte mayor. La figura de la senadora era, sin duda, la mejor posible. Los problemas corren por parte de un partido agotado por su propia historia y maltrecho por obra y gracia de sus dirigencias. Aunque rápidamente la candidata debió marcar distancia de las figuras más conflictivas, han sido muchos años de exposición como para olvidar los rostros de tantos militantes vinculados con asuntos tan delicados como disputas por el agua en zona de sequía, responsabilidades en la catástrofe del Sename o financiamiento ilegal de campañas políticas. Esta es para Yasna Provoste una elección sobre el futuro que propone como candidata, pero también una sobre las responsabilidades jamás asumidas que acumula su partido.

Durante la campaña de 1989, Patricio Aylwin aparecía acunado por militantes de la decena de partidos de izquierda que conformaban la Concertación en ese momento. Provoste, en cambio, llega prácticamente en solitario al día de las elecciones. Su contendora en aquella improvisada primaria de escasa concurrencia estuvo ausente de su campaña, y muchas figuras del socialismo procuraron rápidamente anunciar su apoyo al candidato del Frente Amplio, al que ella calificó como de “extrema izquierda” públicamente, cortando un puente que tal vez debió haber dejado transitable, en lugar de buscar votos en un sector que ha demostrado incapacidad para deshacerse del pasado pinochetista. En el origen de la Concertación está el rechazo a la cultura del miedo instalada durante la dictadura, por lo tanto, apelar a esa cultura sembrando el temor, y a la vez reivindicar el legado de la Concertación, como lo hace Provoste, es contradictorio, de no ser que esté pensado en recurrir a ese discurso si eventualmente pasa a segunda vuelta, algo que significaría traicionar la propia raíz política que busca rescatar.

La principal razón por la que recuerdo la proclamación de Patricio Aylwin en el Teatro Cariola es por algo que en su momento fue considerado un incidente menor: al principio del acto dos desconocidos vestidos con largos impermeables subieron al escenario, y tras despojarse de los impermeables posaron vestidos en bikini con plumas de vedette. Eran las Yeguas del Apocalipsis, la dupla que formaban Francisco Casas y Pedro Mardones, que en ese tiempo aún no usaba el apellido Lemebel. El público reaccionó desconcertado, los encargados de seguridad los hicieron bajar y les quitaron el lienzo que llevaban, mientras el publicista a cargo de la campaña repetía que ese tipo de cosas le hacían “un flaco favor a la democracia”. Han pasado tres décadas, y la única foto que se conserva de aquel incidente no retrata a las Yeguas, sino a los varones vestidos de gris mirando algo que no podían creer que estuviera sucediendo. Por suerte para ellos, sólo fue una irrupción fugaz, enseguida el acto recobró el ritmo habitual y los desconocidos fueron expulsados del teatro. Sin embargo, la única razón por la que esa proclamación es recordada en los libros, es porque dos personas decidieron desafiar el miedo y enviar un mensaje al futuro sin más cálculo que su fe en la democracia y sus aspiraciones de vivir libremente en un país mejor, uno en donde incluso los extraños a los salones de los poderosos puedan llegar a ser parte de la historia.

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