Complejidades del impuesto a la riqueza

El impuesto a la riqueza que evalúa Hacienda sigue adoleciendo de los mismos problemas técnicos propios de los impuestos patrimoniales, con escasa recaudación y efectos distorsionadores.



En junio se espera que el gobierno presente su anunciada reforma tributaria, la que forma parte de sus promesas de campaña. Dicha reforma, según ha explicado la autoridad, es fundamental para obtener los recursos que se necesitarán para financiar un sinnúmero de reformas y compromisos sociales comprometidos.

El objetivo del gobierno es poder recaudar durante este período en torno al 5% del PIB, y parte de los instrumentos que se utilizará para dichos fines es aplicar un impuesto al patrimonio, el que -conforme las estimaciones oficiales- debería recaudar en torno al 0,5% del PIB. Originalmente dicho gravamen formó parte de un proyecto de ley para gravar patrimonios sobre US$ 22 millones, cuyos impulsores lo han promovido como un impuesto a los “súper ricos”, utilizando dicho eslogan como bandera de campañas políticas.

La fórmula que estudia el Ejecutivo ya no busca hacerse eco de dicha consigna, apuntando en cambio a un impuesto que grave la riqueza, cuya base -según se discute actualmente- podría ir entre los US$ 5 o US$ 7 millones. Si bien estas definiciones cuando menos permiten reducir la carga ideológica del debate, evitando la estigmatización que conlleva hablar de “súper ricos”, el diseño que evalúa Hacienda sigue adoleciendo de los mismos problemas técnicos que ya han sido largamente diagnosticados en este tipo de impuestos, los cuales han dejado de aplicarse en varios países, precisamente porque introducen una serie de distorsiones y su recaudación es muy compleja.

Un sistema tributario eficiente es aquel que en general se estructura sobre la base de gravar los ingresos de las personas, procurando lograr altas tasas de recaudación, para lo cual es importante tener una estructura tributaria simple, que evite inducir a la evasión. Un impuesto al patrimonio avanza justamente en la dirección contraria, porque además de gravar activos que a su vez ya han tributado, determinar su base puede llegar a ser particularmente complejo. Así, un gravamen de este tipo puede incentivar la subdeclaración o derechamente la salida de capitales, lo que hace previsible que el objetivo recaudatorio esté muy por debajo de los previsto. Esto último ya ha sido alertado por algunos técnicos del propio oficialismo, que estiman una recaudación en torno al 0,2% del PIB. Es complejo para la política fiscal que se estén diseñando una serie de reformas sociales sobre la base de ingresos que probablemente no llegarán en la cantidad prevista.

El principio de que quienes tienen más recursos han de contribuir más mediante mayores impuestos no está en discusión, pero el tenor ideológico con que muchas veces se aborda el debate hace aparecer que las personas de mayores patrimonios pagan muy poco impuesto, lo que dista de la realidad, considerando que alrededor del 75% de los contribuyentes en Chile están exentos del pago de impuesto a la renta. Un sistema más eficiente debería no solo gravar a quienes tienen mayores ingresos, sino propender a que más personas también contribuyan en la medida de sus ingresos. Un diseño así parece hoy lejano, pero si lo que se busca es tener un sistema tributario más justo y eficiente parece ineludible abrir ese debate, antes que seguir apostando por gravámenes distorsionadores.

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