Opinión

Cuando los jueces "crean" normas

Foto: La Tercera/Archivo

Un fallo de la Tercera Sala de la Corte Suprema (CS), conociendo de un recurso de protección en contra de una sentencia dictada por el Tribunal Constitucional (TC), ha dejado establecido mediante un artilugio jurídico que los tribunales ordinarios tienen derecho a determinar el alcance de una resolución del TC -a pesar de que la Constitución señala que respecto de sus resoluciones no procederá recurso alguno-, y la vía para hacerlo es precisamente el recurso de protección. Además indica la corte, a los tribunales les asiste el deber de verificar en los casos concretos que conocen qué parte del pronunciamiento del TC es vinculante y obligatorio, algo que lo será -según la Tercera Sala- en la medida en que las resoluciones del TC emanen del ejercicio de las atribuciones que la Constitución y la ley le han entregado, lo que será ponderado por los jueces.

El pleno del TC reaccionó enérgicamente en contra de la resolución de los jueces de la Tercera Sala, acusándola de querer "rediseñar las competencias constitucionales". Inéditamente, dicha sala -con la excepción de una de sus ministras integrantes- emitió una declaración pública en la que volvió a reivindicar su fallo, incluso entrando en pugna con el propio presidente de la Corte Suprema, quien había intentado bajar el tono de la disputa, explicando que era el fallo de una sala y no de la corte como un todo.

No cabe duda de que el fallo del máximo tribunal ha tensionado irresponsablemente la institucionalidad, al desconocer los caminos que la Carta Fundamental establece para zanjar las contiendas constitucionales. Pero el asunto que parece ser aún más de fondo aquí es el riesgo de que ciertos jueces se sientan tentados a "crear" normas según su particular sentido de justicia -una tendencia que se viene haciendo creciente-, con prescindencia del espíritu y letra de la ley, así como de los procedimientos establecidos, erigiéndose como un poder de facto y no afecto a control alguno. No es difícil advertir los riesgos que ello supone para el país, y por ello urge que estas conductas sean rectificadas.

Frente a estas amenazas a la institucionalidad, cabría haber esperado reacciones más clarificadoras por parte de los otros poderes del Estado, pero lamentablemente las señales -al menos hasta aquí- han sido equívocas. Así, si bien el Presidente de la República hizo ver la gravedad de la disputa, señaló que si el TC y la Corte Suprema no zanjan sus diferencias directamente, entonces el gobierno deberá intervenir por vía normativa. Tal planteamiento resulta desconcertante, porque al no salir a aclarar la situación y entregar certezas al país -basado en que las actuales reglas ya están claras-, en los hechos termina relativizando el tema. Tampoco fue afortunado que el Ministerio de Justicia haya elegido justo este momento para recordar que el programa de gobierno contempla la voluntad de reformar al TC, sin entregar mayores luces en cuanto a si dicha institución conservará sus actuales facultades, dejándola en una suerte de limbo.

La falta de reacción del Congreso -frente a un fallo que suplanta la discusión legislativa- también resulta una señal muy preocupante, porque probablemente la razón del silencio de varios parlamentarios se deba a un asunto de conveniencia, al estar en sintonía con la visión de estos jueces. Pero ¿tendrían la misma actitud si el activismo judicial fuese en una dirección contraria a las preferencias de dichos parlamentarios? Es un precedente grave para la institucionalidad que la defensa del estado de derecho quede condicionada a intereses propios y no a los principios que le dan sustento.

En medio de este confuso contexto, sería ilustrativo un pronunciamiento del pleno de la Corte Suprema, a objeto de despejar cuán alineado o no está el máximo tribunal con esta doctrina que con tanta fuerza ha reivindicado una de sus salas.

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