Del exceso de controles al olvido del propósito
Por estos días, ha tomado fuerza la idea de avanzar hacia un modelo de compliance público, como si se tratara de una novedad o de una importación desde el mundo corporativo.
¿Recuerdan la fábula de la hormiguita trabajadora y feliz? Aquella que realizaba su labor con alegría, compromiso y eficiencia, sin necesidad de supervisión. Hasta que llegaron los procedimientos, los informes, los jefes de los jefes, las consultorías, los diagnósticos y finalmente, la hormiga fue despedida para reducir gasto.
Aunque parezca exagerado, esta historia –usada muchas veces para retratar los excesos de burocracia en organizaciones privadas– refleja inquietantemente lo que ha ido ocurriendo también en el sector público. En nombre del fortalecimiento institucional, la probidad y la prevención de riesgos, hemos construido una arquitectura cada vez más pesada de controles, reportes, instrucciones, unidades de integridad, comités de cumplimiento, oficinas de transparencia, encargados de anticorrupción, y un largo etcétera.
Todo suena muy bien, sobre el papel. Pero lo cierto es que este crecimiento desordenado, no articulado bajo una visión común ni vinculado con un propósito claro, ha generado un efecto contrario al deseado: se ha ido diluyendo el sentido de probidad y servicio que en décadas pasadas era la base cultural del Estado.
Por estos días, ha tomado fuerza la idea de avanzar hacia un modelo de compliance público, como si se tratara de una novedad o de una importación desde el mundo corporativo. Pero la verdad es que el Estado siempre ha tenido mecanismos de cumplimiento, normas de probidad, órganos de fiscalización y marcos de integridad. Lo que nos falta no es más compliance, sino mejor compliance.
Uno que no se mida por el número de controles o el grosor de los manuales, sino por su capacidad de habilitar buenas decisiones, de reforzar la confianza pública y de cuidar el interés general. Lo que hoy predomina, en muchos casos, es un mal compliance: fragmentado, formalista, reactivo y desalineado del propósito institucional.
Cuando entré al sector público en los años 90, no había modelos sofisticados de cumplimiento ni plataformas digitales de seguimiento. Pero había otra cosa: ética pública como convicción, y un fuerte sentido de responsabilidad individual y colectiva. La rendición de cuentas era más política que procedimental, y el juicio profesional tenía espacio. Hoy, muchos servidores públicos sienten que su principal tarea es cumplir con el proceso, aunque el resultado sea irrelevante o incluso contrario al interés general.
No se trata de idealizar el pasado ni de negar avances importantes. Pero sí de advertir un problema creciente: la sobreabundancia de mecanismos que, al no estar articulados, terminan debilitando en vez de fortalecer. La cultura del cumplimiento no puede reducirse a firmar actas, asistir a capacitaciones obligatorias o llenar matrices de riesgo para cumplir con el check del año.
El compliance público no puede convertirse en una camisa de fuerza ni en una carrera para ver quién regula más. Debería ser una herramienta para habilitar decisiones correctas, no solo para evitar errores. Para fomentar culturas de integridad, no solo para demostrar que algo “se hizo”.
Hoy, más que nunca, urge una revisión estratégica. No para eliminar los controles, sino para dotarlos de sentido. No para volver al pasado, sino para recuperar algo que nunca debimos perder: la ética como guía y el servicio público como vocación.
Quizás entonces, la hormiguita vuelva a ser feliz. Y, esta vez, no la despidan por hacer bien su trabajo.
*La autora de la columna es socia y presidenta de Eticolabora y directora de empresas
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