Del garrote al algoritmo
Los recientes videos manipulados de Evelyn Matthei —editados en redes para insinuar deterioro cognitivo— dan cuenta de una campaña digital de distorsión. Un reportaje de El Mostrador identificó un conjunto de unas 70 cuentas activas, afines al mundo republicano, que amplificaron la narrativa falsa. Hoy no hace falta un gran aparato propagandístico para causar daño: basta alterar segundos de una imagen y dejar que los algoritmos lleven el rumor a los públicos más receptivos.
Este episodio local ilustra un riesgo mayor: las democracias liberales fueron diseñadas para defenderse del garrote del tirano; no del abrazo del algoritmo. Durante siglos las sociedades libres enfrentaron amenazas visibles —censura, persecución política, partidos únicos— poderes que buscaban estrangular la libertad desde fuera. Para contenerlos levantamos constituciones, separación de poderes, habeas corpus, prensa independiente y todo un andamiaje institucional asentado en una premisa crucial: la agresión a la libertad sería externa, detectable, atribuible.
El desafío actual es de otra naturaleza. Este nuevo poder no necesita censurar un libro: basta que entregue el estímulo que reduzca la disposición a leerlo. Antes, un poder autoritario cerraba medios, perseguía voces y llenaba cárceles; hoy le basta con gobernar el feed: qué aparece, qué se repite, qué deja de estar. La propaganda y la manipulación son viejas; la puntería es nueva. Donde antes se bombardeaba a las multitudes con un mensaje único, hoy se calibra individuo por individuo. Las palancas son conocidas —miedo, odio, codicia—: el algoritmo no las fabrica, las detecta y las amplifica hasta que la inquietud se vuelve alarma y la molestia, furia.
Ese poder de precisión socava las condiciones de ejercicio de nuestros derechos y puede vaciar la libertad sin prohibir nada: Perfora la privacidad (genera autocensura anticipada); estrecha el pluralismo (reduce la diversidad y empobrece el debate); debilita el autocontrol (introduce diseños adictivos); corroe la confianza (hace creíble que todo pueda ser falso); sube el costo del disenso (los linchamientos digitales disciplinan sin policía).
Si la libertad puede desgastarse sin que nadie prohíba nada, ¿qué hacer? Antes que nada, defender sin complejos la democracia liberal porque, con todos sus defectos, sigue siendo el régimen que mejor protege el disenso y permite corregir errores; pero también hay que actualizarla. Eso supone nuevas reglas: derechos efectivos sobre los datos personales; transparencia y auditoría ética, técnica y pública de los algoritmos; responsabilidad por sesgos y efectos. Pero también obliga a preguntarnos sobre qué educación estamos dando (y recibiendo). ¿Sabemos quién ordena lo que vemos?¿Contrastamos fuentes antes de compartir información o indignación instantánea? ¿Sabemos esperar en un entorno de gratificación inmediata? ¿Podemos conversar sin incendiar? ¿Reconocemos nuestras propias reacciones —orgullo, rabia, miedo— sin lo cual toda deliberación se degrada? Sin ese aprendizaje socioemocional y ético, la discusión pública se infantiliza. Por último, es fundamental reactivar las viejas virtudes liberales que los entornos polarizantes erosionan: diálogo sostenido, moderación, sano escepticismo, disposición a corregirse frente a la evidencia.
Los extremos viven de combustible emocional barato, en Chile lo sabemos y urge cortar el suministro.
Por María José Naudon, decana de la Escuela de Gobierno de la UAI.
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