Opinión

El impuesto oculto al matrimonio en Chile

En Chile todos los adultos tienen derecho a casarse y formar familia. Sin embargo, nuestro sistema de políticas sociales genera un mensaje silencioso pero potente: formalizar una pareja o vivir juntos puede salir muy caro. No es una intención deliberada del Estado, pero sí un efecto colateral de cómo se diseñan y focalizan muchos beneficios.

El principal instrumento de acceso a la política social es el Registro Social de Hogares (RSH), que determina la elegibilidad a cientos de programas según los ingresos y la composición del hogar. El problema es que la focalización se hace, en general, a nivel de hogar y no de persona. Este diseño castiga especialmente al segundo ingreso, que suele ser el femenino. La entrada de una mujer al trabajo formal o la formalización de una convivencia puede implicar la pérdida abrupta de apoyos estatales, generando un verdadero impuesto implícito al trabajo formal y al matrimonio. Así, en lugar de incentivar la autonomía económica y la estabilidad familiar, el sistema empuja a evitar o postergar decisiones que son socialmente valiosas.

Algunos programas premian explícitamente ciertos arreglos familiares, sin neutralidad respecto de la forma, como madres solas, hogares monoparentales y jefaturas de hogar femeninas sin cónyuge. Aunque existen razones de equidad para priorizar a estos grupos, lo cierto es que el sistema no es neutral frente a distintas opciones de vida y termina penalizando el matrimonio, la convivencia formal o el aporte laboral del segundo adulto. A esto se suma el carácter todo o nada de muchos beneficios, donde superar un umbral de ingreso por un margen mínimo puede significar perder el 100% del apoyo.

Esto es especialmente problemático a la luz de evidencia reciente sobre dinámicas familiares en Chile. Un estudio del CEP (Ugarte, Salgado y Gamarra, 2025) muestra que las mujeres que viven en pareja —casadas o convivientes— tienen, sistemáticamente, más hijos que aquellas que están solteras o separadas. La formación de pareja está asociada a una mayor probabilidad de maternidad y a tamaños de familia más grandes. En otras palabras, la convivencia y el matrimonio tienen efectos demográficos positivos en un país que enfrenta una de las tasas de fertilidad más bajas de su historia. Diseñar políticas sociales que desincentivan la vida en pareja no solo es injusto, sino que es contraproducente para enfrentar el desafío demográfico que tenemos por delante.

Nada de esto es inevitable. Países desarrollados han identificado hace años la llamada “penalización al matrimonio” y han avanzado hacia beneficios más individuales, con transiciones graduales y complementos explícitos por carga familiar. En Chile, en cambio, aún no hemos incorporado esta mirada: debiéramos empezar a preguntarnos de qué manera el diseño de nuestros programas sociales influye en la formación de hogares, la convivencia y la estabilidad familiar.

Cuando se creó el pilar solidario del sistema de pensiones y, posteriormente, la PGU, se reconoció explícitamente este problema. La focalización por hogar podría llevar a conductas no deseadas, como que las familias eviten vivir con sus adultos mayores para que estos puedan acceder al beneficio. Por esto, la PGU se focaliza a nivel individual: si bien utiliza información del RSH, la elegibilidad se determina persona a persona, sin considerar la estructura familiar. Este es un ejemplo de un diseño que no genera incentivos dañinos en la composición familiar.

Si queremos una política social más justa y efectiva, debemos dejar de castigar las decisiones que fortalecen el tejido social. Un sistema que empuja a las personas a vivir separadas, ocultar ingresos, evitar o postergar el matrimonio no solo es ineficiente: es profundamente contradictorio con los objetivos que dice perseguir.

*La autora de la columna es investigadora en el centro de estudios Horizontal

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