Opinión

La trampa en la propia norma: la gratuidad y la educación

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En nuestro país, así como en otros, suele usarse un viejo dicho acuñado quien sabe dónde o cuándo: hecha la norma, hecha la trampa. Y de aquello se conocen muchos casos que involucran a empresarios y dirigentes políticos de diverso signo. La evasión, la elusión, la colusión, en fin, diversas expresiones de conductas tramposas inundan los medios y las conversaciones cotidianas de la población.

Parece ser que en el caso de la gratuidad la situación es un tanto más complejo. Da la impresión, bajo el lente de la sospecha, que la trampa no emergió en el uso o la costumbre. La trampa fue anticipada en la propia norma. 

Se debe recordar que el origen de la legislación que da luz a la gratuidad se encuentra en primera instancia en una demanda de los estudiantes, quienes afirman con acierto que ella es requisito para el reconocimiento de la educación como un derecho y no una mercancía transable en el marcado. Sin embargo, la norma que finalmente regula la gratuidad relativiza y, al relativizar niega, este reconocimiento. Los derechos no son degradables, no están condicionados.  Al limitarse la gratuidad a un ciclo temporal, los sentidos y los alcances de este derecho se ven desdibujados. Con la gratuidad así como está, es el derecho a la educación el que queda desprovisto de sus verdaderos atributos. Dicho de otro modo, un joven de estratos populares tiene derecho a la educación superior, si y solo si, completa su formación en el ciclo formal dibujado para su carrera. 

He aquí la trampa, ni siquiera la paradoja: si se atrasa un semestre o dos, aquel que se supone es un derecho reconocido y consagrado por las propias normas que regulan el sistema, se transforma por arte de magia en una mercancía que él debe comprar, junto a su casa de estudios, en partes iguales. De este modo se castiga al estudiante que se atrasa y a la universidad que lo forma. De esta manera, el mercado de la educación, se complejiza, se alambica, con lo que se hace más fuerte.     

El año 2011 los estudiantes lograron la adhesión de la inmensa mayoría del país en relación a sus demandas sintetizadas en la consigna "Educación Pública, gratuita y de calidad". Las élites gobernantes con más o menos entusiasmo y, ahora vemos, con dudosos niveles de sinceridad, afirmaron haber acogido esta demanda, la que luego se tradujo en un conjunto de reformas al sistema escolar y de educación superior. Dichas reformas, se supone, recogían el sentir mayoritario de la población y respondían además a una necesidad país: avanzar en niveles de inclusión y justicia social en uno de los países más segregados y desiguales de la región y el planeta, solo superado por países gobernados por grupos dominantes ciegos y sordos ante las necesidades de sus pueblos.

Haber reconocido a la educación como un derecho es sin duda un gran avance de la legislación y las reformas realizadas en el área. Aunque limitadas en sus verdaderos alcances, constituyen un importante avance. No cabe duda que corresponde ahora imprimir consistencia a tal reconocimiento. No habrá un ejercicio efectivo del derecho a la educación, si él no está sostenido en un régimen de gratuidad universal y plena, como el que reclamaba el movimiento estudiantil de 2011. Cualquier estación intermedia, no es sino expresión de un ideologismo totalizante y fanático que se niega a equilibrar la balanza y se resiste a reconocer que no todo es mercado y mercancía.  

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