Oportunista reforma para restablecer el voto obligatorio
Si bien puede haber razones de fondo para volver a la obligatoriedad del voto, el momento que eligen los partidos para hacerlo parece responder más a un oportunismo antes que a convicciones profundas.

A pesar de que en el pasado existieron intentos sin éxito para reponer en nuestro país el voto obligatorio -la modalidad voluntaria fue introducida en 2009-, esta semana se logró finalmente dar un paso en esa dirección, luego de que la Cámara de Diputadas y Diputados aprobó en general una reforma constitucional que refunde a su vez dos mociones en esa línea. Dicha reforma fue objeto de una serie de indicaciones, por lo que su discusión aún dista de concluir en la Cámara Baja.
Ha llamado la atención la cómoda mayoría con que se aprobó la reforma -107 votos a favor- y desde luego el momento, justo cuando el país viene saliendo de unos comicios que han cambiado dramáticamente la morfología del mapa político, y cuando solo restan meses para las elecciones presidenciales y parlamentarias.
El debate sobre si para efectos de la salud de las democracias es más conveniente el voto obligatorio -esto es, entenderlo como un deber ciudadano- o si en cambio debe ser voluntario -es decir, el voto es un derecho, y cada persona verá si lo ejerce o no- despierta encontradas visiones, pero a nivel global es inequívoco que los países desarrollados privilegian el voto voluntario, siendo América Latina donde abundan más casos de obligatoriedad. La experiencia chilena con el voto voluntario es relativamente breve, pues este debutó en las elecciones municipales de 2012. Desde entonces, se ha observado una caída pronunciada en la participación electoral, si bien en un par de ocasiones se han logrado participaciones que se acercan o han superado el 50% del padrón total, pero en general el balance es deslucido.
Desde una perspectiva de largo plazo, hay buenos argumentos para volver al voto obligatorio. El ejercicio de las libertades es consustancial a una democracia, pero ésta tampoco puede entenderse sin ciertos deberes básicos, donde el voto ha de ser uno de ellos. El que la mayoría deba manifestar alguna preferencia da más posibilidades de que el resultado refleje mejor el sentir del país, incentivando a que la mayoría se involucre más en las grandes decisiones, y no quede todo en manos de minorías. Una intuición sobre la importancia de esto último se advierte en que el plebiscito constitucional de salida -para aprobar o rechazar la propuesta de nueva Constitución- será con voto obligatorio. Elecciones donde las opciones triunfantes lo hacen con bajos porcentajes a la larga no contribuye a reforzar su legitimidad.
Hay también una razón de estabilidad del sistema democrático que hace preferible el voto obligatorio. En esquemas voluntarios, hay más riesgo de que terminen prevaleciendo mensajes vociferantes o populistas, con el fin de convocar a votar, fenómeno que se da en todos los colores políticos. En un esquema de voto obligatorio, en cambio, puesto que necesariamente se debe convocar a un electorado más amplio, las posturas más moderadas tienen más chance de ser escuchadas.
Todas estas razones pueden ser atendibles para un cambio del sistema, y han estado siempre sobre la mesa. Por ello es legítimo que se levanten suspicacias de por qué ahora los partidos se inclinan mayoritariamente por el voto obligatorio. Más que convicciones profundas, las razones parecen estar más fundadas en consideraciones tácticas y en los intereses políticos de uno u otro grupo. En los últimos años se han sucedido una serie de circunstancias que han desarticulado la democracia, donde los partidos tuvieron mucha responsabilidad. Desde luego el voto voluntario, que bajó la participación; el cambio del sistema electoral por uno proporcional, que atomizó el Congreso y permitió la llegada de candidatos con muy pocos votos, y la eclosión de independientes. Ahora que las dirigencias captan que todo ello ha llevado a los partidos a tocar fondo, probablemente ven que un cambio de sistema les resulta funcional.
El electorado que la centroizquierda mantuvo cautivo por décadas, ahora le ha dado la espalda no votando o inclinándose por grupos más extremos; por su parte, la centroderecha, que fue la gran promotora de la voluntariedad, en la creencia de que con dicho esquema votaba menos gente de izquierda, ahora que está al borde de la debacle algunos integrantes del sector están cambiando de parecer, apostando por la masividad.
No resulta presentable frente a la ciudadanía que una materia de tanta relevancia como el sistema de votación aparezca cambiándose sobre la marcha y por razones oportunistas, más aún cuando se aborda un cambio de esta envergadura con un proceso electoral ya en marcha, de cara a las elecciones generales de noviembre, y que deja abierta una serie de interrogantes. Es así como habrá que despejar cuestiones tan fundamentales como si habrá sanciones a quienes no votan -el caso de Bulgaria puede ser aleccionador, cuya obligatoriedad sin sanciones, por estimarse que éstas son inconstitucionales, hacen que en los hechos opere un voto voluntario-, o si quienes ya están inscritos tendrán la opción de salirse del padrón.
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