Opinión

Se viene el estallido

JAVIER TORRES/ATON CHILE

Hay un murmullo que recorre Chile. No se oye en los programas de política, ni en las comisiones del Congreso, ni en los foros llenos de expertos que hablan entre ellos como si el país real no existiera. Es un murmullo que nace en los barrios donde el Estado ya no entra. Donde las balas son más frecuentes que las oportunidades. Donde los jóvenes crecen mirando cómo el esfuerzo no alcanza y los viejos se mueren escuchando discursos que no los alimentan.

En los cómodos salones de la política tradicional se repite una pregunta que cada día suena más vacía: ¿Por qué crecen las opciones más “radicales”?. Y la formulan con una mezcla de desconcierto, desdén y superioridad moral, como si no tuvieran ninguna responsabilidad en el agotamiento de millones de chilenos que ya no creen en nada, ni en nadie. Como si la rabia, la frustración y el deseo de cambio fuesen fenómenos sociológicos exóticos que aparecieron por generación espontánea.

La verdad es que no hay ningún misterio. Si algo caracteriza a los sectores más golpeados por la crisis social y económica de los últimos años —los más pobres, los más jóvenes, los más viejos, los que viven donde el Estado no llega, donde la política no escucha, donde la seguridad no existe— es que ya no tienen nada que perder. Porque cuando has perdido todo -el empleo, la tranquilidad, la fe en el futuro y hasta el respeto de tus autoridades-, la promesa de “más de lo mismo” no te moviliza. Te insulta.

Chile no está bajo control. Chile está contenido. Y esa contención es cada vez más frágil.

Los sectores más golpeados por la inseguridad, la inflación, la precariedad y el abandono no quieren más explicaciones técnicas. Quieren vivir sin miedo y recuperar la dignidad de salir a trabajar sin que los asalten, sin que los humillen, sin que les digan que quienes quieren orden son fachos. Están hartos de que les pidan calma quienes tienen todo asegurado. De que les hablen de democracia quienes callaron mientras ardía el país. De que les vendan moderación los que nunca han tenido que vivir con la angustia permanente de llegar a fin de mes.

Los jóvenes, esos que para cierta élite son apenas cifras en encuestas o eslóganes en campañas, dejaron de creer en los cuentos progresistas y en la épica universitaria de octubrismo. Vieron el caos y la destrucción. Vieron cómo las promesas de cambio se transformaron en sueldos públicos para operadores, en licitaciones para amigos, en reformas eternas que no mejoran nada. Y hoy, cuando miran hacia adelante, no ven un futuro, ven un callejón sin salida. Por eso ya no piden permiso. Exigen algo nuevo y real. Algo radical.

La élite se espanta. ¿Cómo puede ser —se preguntan— que los más pobres apoyen un discurso de orden, de ley, de autoridad? ¿Cómo puede ser que los jóvenes o viejos se sientan atraídos por una propuesta que no pide perdón por querer gobernar con firmeza? La respuesta es simple: porque ya lo han perdido todo. Y cuando se ha perdido todo, no se vota con miedo, se vota con rabia. No se elige lo cómodo, se elige lo que puede cambiar las cosas de verdad.

Y entonces, frente a esa fuerza social que se está incubando, los mismos de siempre se aterran. Hablan de “peligro”, de “polarización”, de “riesgos para la democracia”. Se hacen los sorprendidos. Como si no fueran ellos quienes gobernaron mientras se quemaban iglesias, se saqueaban negocios y se perdía el control de la calle. Como si no hubieran sido ellos los que callaron por cálculo, los que abandonaron por cobardía, los que confundieron debilidad con tolerancia.

Ahora les preocupa que haya un nuevo estallido. No porque teman la violencia, sino porque temen el juicio de la gente. Temen que esta vez el país no elija lo políticamente correcto, sino lo moralmente necesario.

Sí, se viene el estallido. Pero no el que ellos anuncian con miedo. Se viene el estallido de una ciudadanía que despierta, no para romper, sino para reconstruir. Que se levanta, no para exigir, sino para liderar. Que ya no quiere reformas cosméticas, sino una transformación profunda que les permita recuperar el control de sus vidas, de sus barrios, de su país. Esta vez no se trata de apagar incendios, se trata de encender una esperanza distinta. Una que no le tema al poder, pero que sepa ejercerlo. Una que no prometa el cielo, pero garantice que no volveremos al infierno.

Y cuando ese estallido llegue —si es que llega—, que nadie se atreva a fingir sorpresa. Porque lo vieron venir. Porque se los advirtieron. Porque lo provocaron. Porque durante demasiado tiempo les dieron la espalda a millones de chilenos, convencidos de que nunca se atreverían a responder.

Pues bien: esta vez quizás se atreven a hacerlo.

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