Un mal acuerdo político que abre mucha incertidumbre

FOTO: SEBASTIAN BELTRAN GAETE/AGENCIAUNO

La fórmula propuesta por la comisión de Sistema Político de la Convención elimina los contrapesos fundamentales, lo que representa un riesgo para nuestra democracia.


Lejos de haber traído tranquilidad al proceso constituyente, el acuerdo al que arribó la comisión de Sistema Político de la Convención Constitucional referido a la forma y competencias de los poderes Ejecutivo y Legislativo -la piedra angular de todo el sistema institucional- ha dejado abiertas muchas interrogantes, existiendo el riesgo que de prosperar la fórmula que se ha propuesto la democracia en el futuro puede experimentar serios desajustes, cuando no dejar abierta la puerta para que las mayorías transitorias puedan controlar todo el poder, sin mayores contrapesos.

Desde hace un tiempo que la Convención ha venido moldeando un sistema basado en un presidencialismo atenuado, junto a un bicameralismo asimétrico, esto es, que las cámaras no tengan roles espejos, sino diferenciados. Si bien el acuerdo alcanzado entre distintos colectivos de izquierda puede representar algunos avances en relación con la propuesta original -se desecharon, por ejemplo, las exógenas figuras de la vicepresidencia y un “ministro de gobierno”-, el diseño final desfigura por completo la actual arquitectura institucional, para reemplazarla por otra donde el verdadero poder parece recaer ahora en la Cámara de Diputadas y Diputados.

Esto desde ya resulta contradictorio cuando a la vez se sostiene que seguirá existiendo un régimen presidencial, pero donde las facultades del Jefe de Estado se verán fuertemente menguadas, tal que su capacidad de veto podrá ser revertida por los 4/7 de los parlamentarios o por simples mayorías -hoy se exige 2/3-, según si el veto sea total o referido a alguna parte de un proyecto. La iniciativa exclusiva del Ejecutivo también se diluye, creándose una extraña figura de “concurrencia presidencial”, en que si bien ciertas normas requerirán el patrocinio presidencial para su aprobación, es previsible la presión que los diputados ejercerán sobre el Jefe de Estado para que ceda y dé su consentimiento, lo que previsiblemente abrirá un flanco de permanente conflicto entre el Ejecutivo y el Legislativo.

El acuerdo contempla además la desaparición del Senado, para ser reemplazado por una Cámara de las Regiones, cuyas competencias se restringirán fundamentalmente a la aprobación de normas regionales y ciertas materias específicas, como el presupuesto, o reformas al Servel. Dicha cámara ya no será contraparte legislativa de los diputados, tampoco concurrirá a la aprobación de altas autoridades -como ocurre en la actualidad- y no será jurado en caso de acusaciones constitucionales, como lo es hoy el actual Senado. Es evidente que dicha cámara tendrá un rol meramente decorativo, por lo que bien cabe concluir que el diseño al que se ha arribado no corresponde a un “bicameralismo asimétrico”, sino a un unicameralismo encubierto, creando en los hechos un sistema presidencial y unicameral que solo en contados lugares del mundo ha funcionado.

No cabe duda de que a partir del diseño propuesto nuestra democracia perderá uno de sus activos más importantes, cual es la existencia de indispensables contrapesos entre los poderes, lo propio de cualquier democracia desarrollada. Sin un Senado que equilibre la relación con los diputados, sin un Jefe de Estado con capacidad real de contrapesar a los diputados, y con estos últimos concentrando las principales facultades legislativas, el país se encamina a un asambleísmo, cuyas consecuencias pueden ser nefastas.

Estos elementos deberían bastar para que la propuesta de la comisión de Sistema Político sea objeto de profundas enmiendas en el Pleno, porque resulta insensato que un proceso que busca superar los problemas institucionales que genera la actual Constitución, derive hacia un diseño que falla en lo esencial, esto es, que carezca de una lógica interna sensata que asegure su buen funcionamiento, lo que a la larga amplificará las tensiones y puede potenciar la ingobernabilidad.

Pero desde luego en todo esto hay un riesgo adicional, que debe ser profundamente aquilatado por los convencionales, ya que al quedar el sistema institucional desprovisto de contrapesos se pierde la principal contención a lo que se ha denominado la “tiranía de las mayorías”, en que si una fuerza política transitoriamente controla el Ejecutivo y además la Cámara de Diputados, concentrará para sí un poder total, despojando de toda protección a las minorías y con ello afectando las chances para que estas puedan acceder al poder o tengan alguna incidencia en la administración del poder.

Una mayoría que pueda cambiar a su antojo las reglas del sistema electoral, que pueda imponer sus visiones por vía legislativa o reformar la Constitución sin mayores limitaciones, que no tenga restricciones para legislar conforme sus propios intereses y que se sepa impune porque nunca enfrentará el riesgo de una acusación constitucional, abre un riesgo de generar daños irreparables en nuestra institucionalidad y a la democracia. Ciertamente la ciudadanía nunca tuvo en vista algo así cuando mayoritariamente confió en el proceso constituyente. La experiencia internacional, con abundantes ejemplos de cómo las democracias naufragan por la elección de personajes carismáticos que gobiernan a su antojo, o por los populismos desatados, obligan a que nuestro futuro diseño institucional se haga cargo de estas lecciones.

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