Opinión

Ver y reconocer

DJ Fuego, Luisa, tío Lelo y Juan en Denominación de Origen.

Ñuble en el corazón. Denominación de origen es, ¡al fin!, una película chilena distinta. De partida, no tiene el hedor de Fondart, aun cuando contó con apoyo estatal. Tampoco está contaminada por el victimismo moral imperante en la actualidad ni por los rostros consabidos, todos quejumbrosos, todos adustos y todos solemnes de nuestro cine. Nada de eso. Esta es una película fresca, con vocación popular, a su manera optimista, un falso documental, que solo apela a actores no profesionales y que narra una historia anclada a la desazón ciudadana de los habitantes de San Carlos desde que Chillán se proclamara, con trampa, según ellos, la capital de la longaniza en Chile. A partir de ahí este relato asume que cuatro vecinos de la comuna -una dirigente social, un productor de espectáculos, un abogado local y un fabricante de cecinas- inician una campaña para buscar reconocimiento y justicia para la longaniza de San Carlos. El relato cubre desde la génesis de la movilización hasta que logran traducirla a estudios, catas, desfiles, protestas, carteles, camisetas, fiestas y encuentros ciudadanos para cumplir el objetivo que se han fijado. Al final, la cinta, que ganó el premio al mejor director en la última edición del Bacifi, gran distinción para Tomás Alzamora Muñoz, es una aproximación a cuatro personajes entrañables y un emocionado tributo a eso que antes se llamada espíritu público y sentido de comunidad. Aunque hay momentos en la película que están al borde del escarnio, entre otras cosas, porque el buen gusto y el sentido del ridículo definitivamente no son parte de nuestro ADN, lo cierto es que el cariño a los personajes redime por completo cualquier observación donde ellos puedan quedar mal, sea por el candor, el feísmo o el exceso de entusiasmo. Aceptado que el trasfondo de la cinta es serio, lo importante es que Denominación de origen sintoniza, para bien y para mal, con muchos de los rasgos, pulsiones y categorías que compartimos bajo el rótulo de identidad nacional. Hay que verla.

Simenon rescatado. No obstante que durante mucho tiempo su literatura fue considerada poco más que “pulp fiction”, Georges Simenon, escritor belga de habla francesa, alcanzó a ver publicadas sus obras nada menos que en ediciones La Pléiade, el verdadero olimpo de las letras galas. El hecho se explica no solo porque Simenon sea uno de los grandes de la ficción policial del siglo XX, a partir de las historias del inspector Maigret, sino también por la calidad de su escritura. De las 191 novelas que publicó, solo 72 corresponden a Maigret y el resto son narraciones que se articulan en torno a los temas del amor, la soledad, la vejez, las pasiones, la familia, la justicia y la muerte. Hace unos cuatro años, en España se lanzó una nueva colección Simenon auspiciada conjuntamente por Acantilado, que había estado publicando gran parte de su obra, y Anagrama. Partieron con tres títulos: Tres habitaciones en Manhattan, la primera que escribió en Estados Unidos en 1946; El fondo de la botella y Maigret duda. El tema de Tres habitaciones en Manhattan es la soledad y el amor desesperado. La novela tiene un comienzo espectacular a partir del encuentro completamente casual, alcohólico y de amanecida, por cierto que en un bar, de una mujer conversadora que lleva un elegante abrigo de piel sobre los hombros y un actor francés trasplantado a Nueva York, que probablemente ya vivió sus días de gloria. Nada parecía dispuesto para que ambos se encontraran. Mucho menos para que se unieran en una relación afectiva. Si lo hacen es solo porque en ese mismo instante los dos han tocado fondo y ahora tienen la oportunidad, quizás la última, de recomponerse. Aunque no logra mantener siempre la energía de sus páginas iniciales, Tres habitaciones en Manhattan es una buena novela y, tanto como eso, una gran puerta de acceso al universo creativo de un escritor que definitivamente merece ser tomado en serio.

Días de horror. La Guerra de Secesión es, por lejos, el más sangriento conflicto bélico en la historia de los Estados Unidos. No lo es solo por barbaridades que se cometieron -el incendio de Atlanta, por ejemplo, que figura en Lo que el viento se llevó-, sino también porque quizás por primera vez en la historia moderna los civiles pasaron a ser blanco deliberado en operaciones militares de aplastamiento y castigo. Hasta ese momento, mal que mal, la guerra era un asunto de involucraba solo a los ejércitos. Pero la Unión se convenció de que la guerra no terminaría si sus tropas no eran capaces de destruir todas las casas, plantaciones y líneas ferroviarias de los Estados Confederados y eso significó elevar exponencialmente el número de muertos, que superó los 800 mil. Pero eso no es todo, porque se calcula que una proporción parecida murió por efecto del hambre, las epidemias y distintas enfermedades asociadas a la guerra. La población de los estados del norte llegaba entonces a 22 millones y a nueve la de los estados del sur, de los cuales 3,5 millones eran esclavos. Cinco días después de la derrota en Richmond del ejército confederado, que comandaba el general Lee, el Presidente Abraham Lincoln fue asesinado en Washington por un simpatizante de la causa sureña.

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