‘Hepeating’: Cuando un hombre repite (y se apropia de) lo que dice una mujer




Susana Rojas (32) se acuerda como si fuera ayer la primera vez que se detuvo a cuestionar el hecho de que su colega hombre repitiera, en una reunión laboral, exactamente lo mismo que había dicho ella unos minutos antes. No fue la repetición en sí lo que le hizo ruido aquella vez, sino la propiedad con la que expuso una idea recién compartida por ella, como si se le hubiera ocurrido en ese mismo instante.

Seguramente había pasado antes, pensó, pero esa vez fue consciente al respecto y no quiso transar. Apenas terminó de hablar, enfrentó a su colega: “Lo mismo que dije hace unos minutos, me alegro que te haya gustado la idea”. A lo que su colega la miró atónito, sin entender lo que estaba ocurriendo. Casi al instante, como si la valentía de Susana las hubiera incentivado, las colegas aclararon: “La idea inicial fue de ella, para que quede claro”. Hubo un momento incómodo y la reunión concluyó a los pocos instantes.

Esa misma tarde, hace un par de años, Susana se lo comentó a amigas y supo que todas habían pasado, en algún momento de sus trayectorias laborales, por algo similar. Con esos antecedentes, llegó a su casa a indagar y se encontró con la publicación que la profesora de física estadounidense, Nicole Gugliucci, hizo en 2017 en Twitter y que decía lo siguiente: “Mis amigas acuñaron una palabra: hepeat. Da cuenta de cuando una mujer comparte una idea y es ignorada, para luego ser repetida por un hombre y todos la alaban”.

Lo que habían experimentado Susana y casi todas sus amigas no se trataba únicamente de una sensación. Ocurría. Con frecuencia. Y tenía un nombre.

Así mismo lo planteó en mayo de este año la autora Beatriz Serrano en un artículo publicado en El País donde explica que el ‘hepeat’ es una composición lingüística que une las palabras ‘he’ (él) y ‘repeat’ (repetir, repite) y que se refiere al fenómeno por el cual “un hombre se apropia de las ideas, opiniones o comentarios realizados por una mujer que han pasado desapercibidos, generalmente dentro del ambiente laboral, mientras que él recibe alabanzas y felicitaciones por expresar exactamente lo mismo”.

Así también lo establecen en un artículo reciente publicado en The Guardian, titulado From the toxic culture that gave us mansplaining and manterrupting, here comes heapeating (De la cultura tóxica que nos trajo el mansplaining y el manterrupting, ahora viene el hepeating), y en el que se propone que este concepto es tan solo el más reciente de todos los términos que identifican y le ponen nombre a una larga lista de prácticas y comportamientos machistas. Un glosario que empezó cuando se acuñó el término mansplaining.

Carola Moya, directora ejecutiva de STGO SLOW, especialista en género y consumo y miembro de la Red de Periodistas Feministas, explica que la importancia de nombrar estas prácticas radica en que nos sirve para entender que se trata justamente de comportamientos cotidianos y acciones que ocurren en lo concreto, no solamente de algo que sentimos. “Estas acciones se suelen abordar desde lo que nos hacen sentir. Se habla de que nos sentimos atacadas, o sentimos que nos faltan el respeto o nos están acosando. Ponerle nombre a estas situaciones da cuenta de que ocurren y nos pasan. Son prácticas que existen, tienen nombre, están tipificadas y debemos identificarlas”, aclara. “Ésta en particular se da mucho en los contextos laborales, pero también en las redes sociales. Y ocurre que muchos hombres creen que nos hacen un favor al repetir lo que decimos, como si nos estuvieran validando, y en vez de decir ‘estoy de acuerdo con lo que propuso ella’, se apropian de la idea. Pero no necesitamos que nos validen ni que nos patrocinen la idea, sino que se sumen y que sepan reconocer de quién fue”.

Y es que ya de por sí, como develan los estudios, es difícil que las mujeres levanten la voz en ambientes masculinizado. Así lo advierte el estudio Gender Inequality in Deliberation: Unpacking the Black Box of Interaction, en el que se revela que cuando hay más hombres que mujeres en las reuniones laborales, ellas hablan un 75% menos que ellos. Y esto, como explican las especialista, se debe a varios factores, entre ellos, la falta de representatividad y el hecho de que la palabra de la mujer, en sociedades altamente machistas, tiene menos relevancia. Como se advierte en el artículo de Susan Chira publicado en The New York Times, The Universal Phenomenon of Men Interrupting Women (El fenómeno universal de hombres interrumpiendo a mujeres), apenas un quinto de los miembros de directorios de las empresas renqueadas en Fortune 500 son mujeres, y son múltiples los estudios que han corroborado que son los hombres quienes dominan las conversaciones en las reuniones laborales, juntas vecinales, directorios y en el Senado; “Ser interrumpidas, cuestionadas, calladas o recriminadas por hacernos escuchar es una experiencia casi universal para las mujeres en espacios en los que somos superadas en cantidad por los hombres. Y el hecho que casi siempre sea así, nos pone en una posición en la que tenemos que enfrentarnos constantemente a los estereotipos de género; o somos muy duras, o muy blandas, pero nunca perfectas. Lo que significa que somos vistas como competentes o queridas, pero nunca ambas dos”.

Tal como lo explica la filósofa británica Miranda Fricker en su libro Epistemic Injustice: Power and Ethics of Knowing (2007), en el que postula que no todos han tenido el mismo acceso al proceso de construcción del conocimiento y por eso algunos relatos no solo han sido anulados por completo, sino que no han tenido la posibilidad de exponerse. Así, a lo largo de la historia, son solo algunos los que han contado con la plataforma y validación social para compartir sus testimonios. Una gran parte de la población –en particular las mujeres y los pueblos originarios– no han tenido esa misma oportunidad, y por lo mismo han sido invisibilizados y relegados a un único espacio. En ese sentido, cuando las mujeres hablan, por el solo hecho de ser mujeres, sus relatos no tienen la misma relevancia que los del hombre blanco, y por ende son vistas como interlocutoras menos válidas. En cambio, cuando habla un hombre, como explica Moya, se lo escucha y se lo valida. Y así se da paso a un círculo vicioso: “El hecho de que a nosotras no se nos escuche y que nuestras ideas sean robadas, nos desincentiva a hablar, porque finalmente nos quedamos con el mensaje de que nosotras no tenemos que opinar. Lo que sirve en este caso es que cuando seamos testigos de esto, volvamos a intervenir y a reforzar la idea de esa mujer, atribuyéndole los créditos. Esos actos de sororidad son claves en mesas de trabajo”.

Tal como se explica en el artículo de El País, en el que se habla de la ‘amplificación’, una práctica que empezó en el gobierno de Barack Obama, en 2016, cuando dos tercios de sus asesores eran hombres y las mujeres dieron paso a un acuerdo tácito: Cuando una hablara, otra repetiría la idea y le daría los créditos, para que quedara claro de quién había sido la idea inicial. “Esta actitud obligó a los hombres a reconocer que lo que decían muchas veces no se les había ocurrido a ellos”, agrega Moya. También los hizo mayormente conscientes de sus privilegios.

Y es que como explica Claudia Muñoz, psicóloga feminista de Cidem, el privilegio masculino radica en la posibilidad de ser sujeto de enunciación y de tener la palabra libre. “De ser los productores y reproductores por excelencia de la cultura, y de siempre contar con esos espacios. Versus nosotras que somos enunciadas y no podemos enunciar. En general, y por lo mismo, nos cuesta tomar la palabra y ocuparla. En los espacios mixtos nuestra palabra no es escuchada de la misma forma. Esto muchas veces es utilizado por varones para poder decir exactamente lo que dijimos y quedarse con los créditos, porque de por sí hay una mayor disposición social a escucharlos. A nosotras históricamente se nos ha tildado de hormonales, emocionales, histéricas, exageradas, y desde esa noción se facilitan fenómenos como éste”.

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