Hablemos de amor: soy psicóloga y también me quebré
Claudia es psicóloga, pero también paciente. Tras una crisis profunda, entendió que hasta quienes cuidan necesitan ser cuidadas.

El 75% de las mujeres que atraviesan problemas de salud mental en la etapa perinatal no recibe diagnóstico ni tratamiento. Soy psicóloga, pero esta vez quiero hablar desde otro lugar: desde mi historia. Porque yo soy parte del 25% que sí ha recibido atención. Y hoy quiero decir que, incluso quienes trabajamos en salud mental, también podemos quebrarnos.
A fines de 2023 viví un aborto, enfrenté tensiones con mi familia, conviví con una carga mental abrumadora y con una soledad que se sentía incluso estando acompañada. Una soledad que tiene raíces profundas, que vienen de mi propia historia perinatal, como hija y como madre.
En 2024 comencé un doctorado. Era un anhelo, pero también un nuevo desafío. Conciliarlo con la maternidad, la clínica y la vida familiar fue el detonante para una crisis que me llevó a tocar fondo.
Cuando fui al psiquiatra me ofreció un mes de licencia y yo le dije: “Imposible”. El perfeccionismo y la autosuficiencia saboteaban mi descanso y mi bienestar. Me dejó dos semanas, pero terminé tomándome el mes completo.
Cuando me recetó los fármacos, le dije que no estaba segura. Nunca me había medicado. Me miró y me hizo una pregunta clave: “¿Por qué no puedes tomar medicamentos?”. No tenía una buena respuesta.
Me llevé la receta. Guardé los fármacos en el velador durante tres días. Hablé con colegas y con amigas que tenían experiencia pichicateándose. Hasta que un día, los saqué del cajón, los contemplé largo rato y, entre lágrimas, me los tomé. Ese momento está grabado en mí: las cajas en mis manos, la conciencia de estar haciendo un acto profundo de humildad. Me estaba permitiendo, por fin, desarmarme.

Lo más difícil fue pedir ayuda. Ir al psiquiatra. Tomar una licencia. Tomar fármacos. Aceptar que no me la podía sola. Aunque comprendo racionalmente la importancia del tratamiento, verme a mí misma en ese lugar de fragilidad fue un quiebre profundo.
Habité la tristeza, la locura interna, el caos. Morí en partes de mí que ya no quería sostener y comencé a recuperar otras: la ternura, la dulzura, la risa, el llanto de emoción, la curiosidad, la sensibilidad, el placer intelectual.
A un año de haber comenzado mi psicoterapia y casi ocho meses de tratamiento farmacológico, puedo decir que estoy volviendo a mí. Esta semana inicio el retiro gradual de los fármacos. La psicoterapia continúa.
Hoy me emociona volver a disfrutar del canto, bailar sola, jugar con mi hijo, leer por placer, reír hasta llorar. Estoy disfrutando el doctorado, mi maternidad y mi vida. Y lo celebro.
Pero no olvido al 75%. A todas las mujeres que viven crisis como la mía en silencio. Que no pueden parar. Que no tienen redes. Que se acostumbran al malestar porque nadie lo nombra. Porque la exigencia es tan estructural que ya ni se nota.
La construcción social de la maternidad y de lo que significa ser mujer, hoy nos empuja a estándares imposibles sin consecuencias. Detrás de la sonrisa, de la hiperproductividad, de la autosuficiencia, muchas veces hay un malestar profundo, tan normalizado que ni siquiera lo cuestionamos.
Cuento esta historia para decir que sí, la salud mental a veces se quiebra. Que a todos nos puede pasar. Y que recibir ayuda no debería ser un privilegio. La salud mental materna es un derecho. Y debe ser una urgencia política, social y colectiva.
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