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Mirada Paula: La cajita dorada y el color que perdura

Se transformó en un ícono pop: probablemente buena parte de los chilenos y chilenas tiene o tuvo una en su casa. Pero detrás de la clásica cajita dorada de Anilinas Montblanc hay una historia familiar que atraviesa generaciones, marcada por el oficio, la intuición y una apuesta temprana por la sustentabilidad.

Fotos: Alejandra González AG

Cuando vienen niños de visita, le dicen “la señora de los colores”. Es Edi Zambrano, lleva 34 años en la empresa y 20 en la parte de teñido. Llegó a Anilinas Montblanc cuando la producción todavía no estaba tan modernizada como ahora. “Aprendí acá en la empresa, fue la señora Patricia quien me enseñó toda la técnica en profundidad”, dice, refiriéndose a Patricia Reutter, quien en ese entonces era la gerente general de Montblanc. Hoy, es ella quien tiñe a mano cada pedido que llega, dándose el tiempo de formular ese tono exacto que los clientes esperan. “Yo ya tengo conocimiento para hacer mezclas”, cuenta, mientras enumera los colores que ha logrado crear más allá de la carta oficial de la marca.

Edi Zambrano en el proceso de teñido. AG
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Edi es una de las 22 personas que hoy trabajan en Anilinas Montblanc, una empresa familiar que lleva más de 80 años acompañando la historia textil del país. Su gerente general, Felipe Westendarp Reutter, hijo de Patricia y nieto del fundador, cuenta que en la actualidad el negocio tiene dos divisiones: la industrial, donde abastecen a la pequeña industria textil que aún resiste en Chile, y la de consumo, representada por la clásica “cajita dorada” de Montblanc. A estas alturas, esa caja es casi un ícono de la cultura pop: por su diseño compacto y reutilizable, muchas personas la empezaron a usar como estuche para guardar tabaco o pequeños objetos. Hoy incluso algunas tabaquerías replican su formato.

“Diría que, aunque quizás mi abuelo nunca imaginó que terminaría volviéndose un ícono, sí tenía la intención de que la caja de las anilinas fuera algo más que un simple empaque”, dice Felipe. “Era fanático de unos dulces alemanes que venían en cajitas redondas de metal, que después la gente usaba para guardar cosas. Y pensó que el envase de las anilinas también pudiera reutilizarse”. Así nació la clásica cajita que, probablemente, hoy es lo que más se recuerda de la marca.

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Pero la historia de Anilinas Montblanc parte mucho antes. Su origen está en la droguería Reutter, fundada por un inmigrante alemán: el bisabuelo de Rodrigo. “Él trabajaba en la industria farmacéutica y vino en un viaje de negocios desde Alemania a Perú. El cruce por el Estrecho de Magallanes fue bien difícil. Llegó a Valparaíso para descansar un par de días, porque los viajes eran larguísimos, y se fue a tomar una cervecita a Limache. Ahí se hizo muy amigo del cervecero alemán, que tenía una hija... ¿adivinan qué pasó? Se enamoró”, cuenta Rodrigo.

El hombre se quedó en Chile, se casó, trabajó un tiempo con su suegro, pero pronto dijo: “No, yo voy a poner mi propio negocio y en lo que yo sé, donde tengo conocimiento”. Así fundó la droguería Reutter.

Una historia teñida de luto

Tiempo después, el bisabuelo de Felipe falleció y fueron sus tres hijos quienes se hicieron cargo del negocio. Fue entonces cuando detectaron una nueva necesidad. En ese Chile de luto estricto, cuando alguien enviudaba, vestía de negro de pies a cabeza, incluida la ropa interior. No existía el retail tal como lo conocemos hoy: todo se mandaba a hacer con textiles naturales y de alta calidad. Cambiar completamente el vestuario era carísimo.

“Entonces ahí dijeron: nosotros, como familia, hemos teñido toda la vida. En Europa teñir era lo más normal del mundo. Y pensaron: ‘Traigamos anilinas’”, recuerda Felipe. En ese entonces, las mejores se fabricaban en Suiza, y fue así como su abuelo y su hermano comenzaron a importarlas y formularlas. Por eso, durante mucho tiempo, la marca fue conocida como Anilinas Suizas Montblanc.

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Con el tiempo, la empresa creció y enfrentó sus propias transformaciones. A fines de los 70, trasladaron sus operaciones al actual galpón en el Parque Industrial. La construcción, demorada por el contexto político de la época, la terminó la madre de Rodrigo, Patricia, recién llegada de Alemania. Fue ella quien, años más tarde, junto con su padre, optó por quedarse con Montblanc en una separación amistosa de los negocios familiares.

“Mi abuelo tenía claro que cuando las familias se meten en los negocios, suelen pelearse. Por eso prefirió separar todo en vida”, recuerda Rodrigo. A su madre y a él les tocó seguir la historia de Montblanc, mientras el resto de la familia desarrollaba un gran holding en paralelo.

Rodrigo no llegó directamente a la empresa. Primero trabajó afuera, se formó en comunicaciones, hizo consultorías, y recién después volvió, tras hacer una asesoría interna que reveló cuánto necesitaba modernizarse la compañía. Pero su vínculo con Montblanc venía de mucho antes. “Crecí acá. La abuela Rosa, que se jubiló hace 15 años, me cambió los pañales. Conozco a toda la gente que lleva años con nosotros. Repartía los regalos corporativos en bicicleta cuando tenía 12. Me tocó hacer mezclas”, recuerda.

Y aunque Anilinas Montblanc nació ligada al luto, hoy su gran apuesta es la sustentabilidad. “Hace más de 20 años nos dimos cuenta de que teñir no era solo un tema económico, sino una forma de reutilizar, de cuidar lo que ya existe. Esa visión, que al principio era muy de nicho, ahora es fundamental”, dice Rodrigo.

Han visto pasar las modas, sobrevivieron al boom del fast fashion, y ahora encuentran en la conciencia ambiental un nuevo impulso. A través de programas de educación, talleres para emprendedores y alianzas con el mundo de la moda, Anilinas Montblanc invita a teñir, reparar, transformar.

“Antes teñir parecía difícil, hoy ya no lo es tanto. Y vemos que las nuevas generaciones, mucho más conscientes, se entusiasman con darle nueva vida a sus prendas. El teñido no solo preserva la ropa: también cuenta historias”, concluye Rodrigo.

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