Por qué la ley antidiscriminación se quedó corta

El 17 de mayo se conmemora el Día Internacional contra la Homofobia y Transfobia. A ocho años de que se promulgara la Ley Antidiscriminación -también conocida como Ley Zamudio-, solo el 20% de las causas corresponden a discriminación por orientación sexual e identidad de género. Según Amnistía Internacional –organismo que acaba de lanzar la campaña La ley se quedó corta–, la cifra es preocupante, pues no se condice con los actos discriminatorios que se conocen de manera habitual. Por ello, a través de la campaña se llama a modificar la ley para que efectivamente cumpla con las expectativas: prevenir, sancionar y reparar a quienes han sufrido discriminación.




Desde muy pequeña Ángela (16) sabía que algo le pasaba. Era algo que no podía verbalizar, pues nunca nadie le había hablado de qué significa ser transgénero. Esto hasta que un día vio un video de una chica trans y se sintió identificada. Y decidió contarle a su mamá. Tenía 12 años. Su mamá, afortunadamente, le brindó su apoyo. Sin embargo, esa protección se terminaba al momento de salir de su casa. Le costaba andar sola en la calle porque sentía miedo de ser discriminada y agredida, lo que hizo que su transición no fuera un proceso fácil. “Ser trans y ser mujer significa una doble carga”, cuenta.

En esos años, Ángela estudiaba en un colegio mixto, y cuando le contó lo que le pasaba a sus amigas, recibió mucha comprensión. No tuvo la misma suerte con las autoridades del colegio, quienes en una conversación con su mamá incluso le plantearon la idea de que se fuera a estudiar a otro colegio. Pero intentaron hacer esfuerzos para integrarla, intentos que fueron insuficientes, pues no toda la comunidad educativa estaba capacitada para manejar el tema. El colegio no tenía antecedentes sobre cómo abordar la situación de Ángela, por lo que no existió respeto hacia su expresión de género e incluso en muchas ocasiones no respetaron su nombre social.

Los comportamientos de su entorno la fueron afectando en cosas tan naturales como en el hecho de decidir a qué baño ir, y para evitar más problemas, decidió que no iría al baño durante la jornada escolar. En 2017, finalmente, decidió dejar el establecimiento. “Me fui del colegio porque no me sentía cómoda por razones que perfectamente se podrían haber solucionado. Siento que a ellos les dio lo mismo, a pesar de que vulneraron mis derechos”, añade. Afortunadamente, en 2018 se le presentó la oportunidad de ingresar a la Escuela Amaranta Gómez, lugar donde -según relata-, se sintió cómoda, querida y comprendida.

Ángela ha vivido en carne propia lo que sufren quienes pertenecen a la comunidad LGBTIQ+: conductas de discriminación por no ser lo que la sociedad espera. “Nadie nace siendo homofóbico o transfóbico, por lo que la herramienta principal para erradicar estas conductas es la educación que se entrega en los hogares”. Y es precisamente la educación –dice– una de las grandes ausentes en la Ley Antidiscriminación, puesto que no contempla la prevención de hechos discriminatorios. “Es importante que esta ley no solo se encargue de castigar, sino también de educar, para que no haya más casos discriminatorios”, concluye.

Angela se refiere a la Ley 20.609, que establece medidas contra la discriminación conocida como Ley Antidiscriminación o Ley Zamudio y que fue promulgada en 2012, año del asesinato de Daniel Zamudio en el Parque San Borja de Santiago tras recibir una brutal paliza a manos de un grupo de neonazis que lo agredieron por suponer su homosexualidad.

El proyecto inicial había sido ingresado en 2005, pero hasta el 2011 su tramitación tuvo un lento avance en el Congreso, en parte por la discusión en torno a si de debía o no incluir la orientación sexual o la identidad de género como categorías protegidas en la ley. “El homicidio de Daniel Zamudio fue lo que terminó por dar el impulso político necesario para su aprobación incluyendo dichas categorías, sin embargo, en el texto aprobado el objetivo de esta ley fue modificado y en la actualidad su objeto central es crear una acción judicial que permite que cualquier persona demande en tribunales cuando se cometa un acto de discriminación”, explica Lorna González, Coordinadora de Proyectos Educativos de Amnistía Internacional, quienes con motivo de la conmemoración del Día Internacional contra la Homofobia y la Transfobia, lanzaron la campaña La ley Antidiscriminación se quedó corta.

Las cifras en este sentido son contundentes. Desde la entrada en vigencia de la ley en 2012 y hasta comienzos de 2019, se han presentado casi 400 demandas por la ley antidiscriminación, de las cuales solo se han dictado alrededor de 100 sentencias definitivas. Según datos obtenidos por Fundación Iguales, en la actualidad aproximadamente un 20% corresponde a discriminación por orientación sexual e identidad de género. De esta cantidad de acciones de no discriminación presentadas, en cuanto a la comunidad LGBTIQ+, a marzo de 2019 se han detectado solo 4 causas en las que la demanda se ha acogido bajo la premisa de “discriminación arbitraria” por orientación sexual y 2 por identidad de género.

“Una de las razones es que es bien engorroso presentar un caso y llegar a buen termino porque hay que demostrar con pruebas que sufriste una discriminación, y si no logras demostrarlo, tienes que pagar una multa. Es importante revisar el procedimiento aplicable de manera de eliminar barreras para su presentación, agilizar su tramitación y facilitar el obtener una sentencia dentro de plazos razonables ya que actualmente la demora para obtener sentencia es de entre 1 y 2 años”, aclara Lorna. Pero también –dice– es importante que exista una reparación efectiva para la víctima tras el proceso de discriminación. “No hablamos sólo de una reparación monetaria, sino que también un acompañamiento psicológico y social que les permita integrarse a la sociedad”.

Esta es una de las razones por las que Jechu Salame (20) tampoco está conforme con la ley. Cuando hace memoria sobre su infancia recuerda haber vivido discriminación y rechazo social por no entrar en los cánones de masculinidad. En esa época vivió acoso físico y psicológico de manera constante en el colegio. La violencia fue tal, que incluso ella misma admite que fue homofóbica y transfóbica. “En un ambiente en el cual te están agrediendo constantemente, una por instinto animal tiende a reproducir ciertos patrones para no sentirse tan abajo, la peor calaña de la calaña”. Para superarlo fue necesario involucrarse en otros espacios que le permitieran informarse, aprender cosas nuevas y conocer a otras personas, lo que paulatinamente le ha permitido fortalecerse. Pero asumir esto implica una serie de preocupaciones, “desde el hecho de no saber cómo continuaré mi vida en ámbitos académicos o laborales, hasta si llegaré viva a mi casa”. Esto le ha provocado un desgaste mental enorme, pues no puede hacer su vida de manera tranquila. Por ejemplo, dice que le ha costado conseguir un trabajo estable porque su expresión de género no corresponde a la de una persona masculina. También ha visto su seguridad en riesgo cuando -más de una vez- le han gritado cosas en la calle. “Me acosan constantemente en el metro, en la micro me gritan cosas. Más de alguna vez he tenido que salir corriendo”.

Un cambio social

A quienes son parte de la campaña lanzada por Amnistía, lo que más les llama la atención es el bajo número de denuncias y condenas, pues –explican– no se condice con los actos discriminatorios que se conocen de manera habitual hacia personas con algún tipo de discapacidad, extranjeras y pertenecientes a la comunidad LGBTIQ+, entre otras. Es esta una de las razones que los impulsaron a abrir el debate sobre la necesidad de revisar la efectividad y alcance de la ley. “Actualmente no existe un aparataje institucional que prevenga la discriminación. Estamos hablando de una ley que es meramente punitiva y que carece de varios elementos. Lo ideal es que el tema legal vaya acompañado de cambios culturales, desde la escuela, y por ello es importante hablar de prevención. Políticas públicas que estén coordinadas con cambios que requieren sociedades como la chilena, que es tremendamente diversa en sus orígenes y es cada vez más cosmopolita”.

Por eso lucha también Matías Marín (25), estudiante de periodismo de la Universidad de Chile, activista y cofundador junto a otros dos compañeros del Círculo de Estudiantes Viviendo con VIH (CEVVIH), agrupación que acompaña a personas que viven con el virus y trabaja por su desmitificación a través de talleres formativos y vinculaciones con organizaciones del área de la salud. Durante su infancia y juventud recibió una educación familiar y religiosa basada en mitos sobre la homosexualidad, como que “los homosexuales se van al infierno”, “el sexo gay es cochino” o que “los homosexuales tienen metido el demonio”. Y también sobre el VIH, con frases como que “es un virus que entra al cuerpo y las personas se mueren en 10 o 15 años”.

Matías también vivenció prejuicios y ataques en el colegio. Fue entrando a la universidad que pudo conocer una enorme diversidad de personas con quienes se sintió apoyado y pudo comenzar a vivir su sexualidad tal como quería. Sin embargo, tras la visibilidad y exposición que le dio su página de Instagram y de Facebook, comenzaron las amenazas y los ataques de odio que se agudizaron cuando hizo público que tenía VIH. Desde ese momento se volvieron habituales frases como “muérete sidoso”, “maricón”, “por qué le dan pantalla”, “seguro hay que felicitarlo porque tiene SIDA”, “el SIDA te va a matar”. A pesar de las amenazas virtuales y el acoso, Matías reconoce nunca haber pensado en denunciar pues, a su juicio, “la burocracia es muy grande y el resultado revictimiza a la persona que sufrió la discriminación”, explica. “El Estado no protege realmente a las personas de las diversidades sexuales y de géneros. La Ley Antidiscriminación aún tiene deudas en materia de reparación y justicia hacia las víctimas. Y no me refiero solamente a la población LGTBIQ+, sino que también a los pueblos indígenas”.

Francisco (34), concuerda. Es psicólogo, técnico jurídico, trabajador de un call center y activista trans. Él nunca se sintió cómodo con el género asignado al nacer. Y a los 25 años, mientras estudiaba psicología, recién se sintió empoderado y con la información necesaria para iniciar su tránsito. Fue en ese momento que sintió la fortaleza necesaria para enfrentar la posible discriminación que podría experimentar en su contexto estudiantil y familiar. Sin embargo, también en el mundo laboral se encontró con varios obstáculos, al igual que en el sistema de salud por parte de algunas de las personas que lo atendieron durante su transición. “Una de las cirugías a las que me sometí salió mal, provocándome mucho dolor. Fue ahí cuando una enfermera me dijo que eso me pasaba por querer hacerme el cambio”, cuenta.

En cuanto al cambio de nombre legal, Francisco inició dicho proceso previo a la entrada en vigencia de la Ley Identidad de Género, cuando ya llevaba dos años en su empleo. Francisco debía justificar que en su espacio laboral era conocido por su nombre social, pero su jefa directa no quiso llamarle como tal hasta que tuviera su nuevo carnet de identidad. Cuenta que en abril de 2019 logró obtenerlo, fecha en que inició el cambio de nombre registral en todos sus documentos, pues dicho cambio no se realiza de manera automática. De hecho, en algunos lugares lo siguen llamando por su nombre antiguo. “Cuando voy a comprar tengo que dar la explicación y mostrar el otro carnet. La gente me mira de pies a cabeza y generalmente detienen la mirada en mi entrepierna”.

Hasta el día de hoy sigue viviendo discriminación en su espacio laboral. “Es molesto que te estén mirando cuando vas al baño y que le estén diciendo a todo el mundo que eres trans”, cuenta. “Detrás de la transfobia no hay miedo, ni desconocimiento, ni ignorancia, hay poder. Es la idea de que yo soy más que tú y tú no tienes los mismos derechos que yo. Es así de simple. Y eso lo hacen para castigarte porque decidiste vivir tu identidad de género. Por eso lo que tenemos que cambiar".

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