Volver con el pololo de la adolescencia




Cuando era chica, me gustaba sentarme en el borde la ventana de mi pieza con las patitas colgando hacia afuera. Vivíamos en una casa antigua de dos pisos en Independencia y mi pieza daba a la calle. Me encantaba estar ahí, justo al límite entre mi espacio personal y el mundo exterior, y por eso pasaba horas leyendo o jugando con alguna muñeca heredada de mi hermana mayor. A veces, si había sol, las señoras del barrio sacaban sus sillas y se sentaban en la vereda. Compartían, como lo siguen haciendo, todas las copuchas vecinales y novedades del barrio y yo hacía de cuenta que estaba en otra, pero escuchaba todo lo que decían. Así pasaba mis tardes después de llegar del colegio hasta que mi mamá me llamaba para comer.

Mantuve la costumbre de sentarme en la ventana con mi piernas –ya no tan chicas– colgando hacia afuera hasta los 14. A esa edad me cambié a la pieza del segundo piso y tuve que empezar a salir a la vereda para estar en contacto con mis vecinos. Por un tiempo, mi rutina se trasladó a la escalerita que daba a la entrada de mi casa.

Una tarde, cuando tenía 15, se me acercó un compañero del colegio que no conocía tanto, pero que vivía por ahí cerca. Había pasado al almacén que quedaba en la esquina y había comprado unas bebidas y unos chocolates. Al ver que yo estaba con cuaderno en mano me preguntó si estaba haciendo las tareas. Le dije que sí y le pregunté por qué había ido a comprar a ese almacén, si nunca lo había visto por ahí. Me dijo que en el que le quedaba más cerca de su casa no vendían los bombones que le gustaban. Hablamos unos minutos de cosas que no recuerdo, él se sentó a mi lado y finalmente le dije que tenía que entrar a la casa porque se estaba haciendo tarde. Al día siguiente nos cruzamos en el pasillo del colegio, pero fue distinto a todas las otras veces que nos habíamos topado de casualidad. Habíamos compartido un momento íntimo en el pórtico de mi casa y aunque no se lo contaríamos a nadie, sabíamos que había sido importante para los dos. Nos unía esa tarde, esa conversación y esos chocolates.

Unos meses después, empezamos a pololear y, como todos los pololeos de la adolescencia, fue muy hermoso y tormentoso a la vez. Caminábamos tomados de la mano y las ganas por estar juntos a cada rato sobraban. Duró un año, pero fue de esas relaciones en las que se escriben muchas cartas, se escucha mucha música tormentosa y se comparten muchos cigarros y dulces. De esos amores puros, sufridos e inocentes que se dan en la adolescencia, cuando el mundo parece ser más grande de lo que es y todo produce intriga, euforia y miedo a la vez.

Durante ese año compartimos muchas más tardes en la escalerita de mi casa, tal como lo hicimos aquella primera vez.

Cuando terminamos, sentí que se acababa el mundo. Él se iba a otro colegio y no creíamos que la relación sobreviviría esa dura prueba. Éramos jóvenes y sentíamos que la vida se las había ingeniado para llevarnos la contra. Teníamos 16, estaban empezando las fiestas, las noches largas y estar juntos simplemente ya no tenía sentido. Todo fue mucho más dramático y exagerado y cualquier mínimo acontecimiento nos pareció ser un obstáculo mayor. Lloramos, nos abrazamos y nos dijimos que algún día nos volveríamos a encontrar. Era evidente que eso pasaría, porque seguíamos viviendo en el mismo barrio, pero no dudamos en decir cualquier cosa que le agregara más dramatismo a la situación.

Pasó el tiempo y efectivamente nos volvimos a cruzar por el barrio. Esas pocas veces estuvieron marcadas por silencios eternos y miradas cómplices. Yo percibía que nos seguíamos queriendo. No teníamos del todo claro por qué decidimos alejarnos de manera obligada y recién por aquel entonces, siendo un poco más grandes –y viendo las cosas con mayor perspectiva–, nos dábamos cuenta de eso. Pero ya había pasado mucho tiempo.

A los 18, mi mamá, mis hermanas y yo nos fuimos del barrio. No supe muy bien si él y su familia seguían por ahí, pero confieso que cuando nos íbamos yendo y pasamos por su calle, miré para todos lados para ver si lo pillaba. Yo entré a la universidad y conocí al que sería mi pololo durante siete años, hasta los 25. Y en ese periodo mi amor de adolescencia pasó a ser una anécdota más. A veces lo recordaba con cariño, especialmente cuando iba a Independencia a ver a mi abuela. O cuando comía chocolate. A veces mi mamá me preguntaba por él y por su familia. Pero esos recuerdos fragmentados no duraban mucho y al poco rato los volvía a meter al baúl. A mi pololo le contaba que había sido un amor de la infancia, pasional y tormentoso. Yo ni me daba cuenta, pero la imagen que tenía de él se esfumaba progresivamente y solo permanecía el tono de su voz, que por alguna razón no lograba olvidar.

Hasta que hace tres años me fui en bici a la casa de mi abuela y me fijé que el almacén de la esquina al que solíamos ir se había transformado en un pequeño restorán de comida árabe. Estuve parada en la entrada un rato hasta que decidí entrar y comprar unas hojitas de parra para mi abuela. Sentí un poco de nostalgia y pena al pagar, pero a su vez alivio por saber que seguía siendo un negocio familiar y que no habían construido ahí uno de los edificios enormes e insípidos que estaban invadiendo el sector.

Cuando iba saliendo, miré de reojo hacia la izquierda y vi una silueta que se me hizo conocida. Supe, antes de mirarlo de frente, que era él. Nos miramos en silencio y ambos sonreímos de inmediato. Le señalé el ex almacén con el dedo y él me dijo “ahí compraba los chocolates que me gustaban”. Me reí un poco nerviosa y le pregunté si seguía viviendo por ahí. Me dijo que se había ido hace tiempo, pero su familia seguía en el barrio. Yo le dije que iba a ver a mi abuela. Me preguntó si podía caminar conmigo.

Caminamos juntos y en un minuto me detuve al frente de mi antigua casa, a unas cuadras de la de mi abuela. Nos sentamos en el pórtico y nos pusimos a hablar. Me contó que había sido papá, que estaba separado, que había vivido en España y que ahora estaba de vuelta en el país abriendo un taller de reparación de instrumentos. Su voz no había cambiado casi nada. Quizás estaba un poco más grave, más adulta, pero seguía siendo la misma. Y eso me hizo sentir en confianza. Como si estuviera hablando con alguien que me conocía de toda la vida y que por ningún motivo, dijera lo que le dijera, me iba a juzgar.

Ese día, después de ver a mi abuela, le mandé un mensaje. Y al día siguiente volvimos a caminar por las calles donde vivimos nuestra infancia.

En un mes más se cumplen tres años desde que volvimos a estar juntos, esta vez más grandes, un tanto más maduros, ciertamente menos dramáticos y con muchas ganas de seguir aprendiendo juntos, tal cual como lo hicimos cuando éramos adolescentes.

Compartir tu día a día con alguien que te conoce desde otra etapa de tu vida es muy especial; existe ese respeto y admiración de quienes te conocen de toda la vida, pero a su vez se aprende algo nuevo de esa persona a diario. Es como estar con alguien cuya esencia conoces a la perfección, pero que te sorprende constantemente, porque a su vez sigue siendo alguien nuevo. Es hermoso, porque compartimos un pasado, pero nos estamos aventurando juntos en el presente.

Cada cierto tiempo volvemos a mi antigua calle y nos sentamos en el pórtico. Ahí recordamos aquella tarde que nos conocimos y compartimos los chocolates del almacén”.

Beatriz Prieto (32) estudió literatura y trabaja como publicista.

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