Columna de Óscar Landerretche: “Carnaval”

“Nuestro país necesita que, pronto, tomemos la sal de fruta, se nos vaya pasando el hachazo y nos pongamos seriamente a trabajar. El objetivo de convertir a Chile en un país desarrollado, próspero, sustentable, equitativo y justo no está garantizado. Es un objetivo noble y nos necesita concentrados, serenos y sobrios”.


En la tradición cristiana occidental, el carnaval es un período de fiesta que precede a la cuaresma, ese período de ayunos, abstinencias y penitencias que evocan los cuarenta días de Jesús en el desierto purificándose y enfrentando las astutas tentaciones e ingeniosos acertijos del demonio. Si bien hay tantos carnavales como tradiciones culturales alrededor del mundo, el elemento común que tienen todos ellos es que es una festividad en que se permite un cierto nivel de descontrol. Incluso, dentro de límites rituales, se practica activamente la suspensión de ciertas normas culturales y el trastoque de algunas estructuras sociales, por un rato, a modo de desahogo.

Uno de los carnavales que mejor representa este espíritu se celebra en la ciudad de Pasto, Colombia. Es el carnaval de negros y blancos que ocurre la primera semana de cada año e incluye dos momentos cruciales: el día de los negros (5 de enero), en que todos salen a bailar a las calles pintarrajeados con cantidades ingentes de betún de zapatos; y el día de los blancos (6 de enero), en que salen ahora de blanco, usualmente espolvoreados con talco o harina, desafortunadamente no siempre habiéndose limpiado completamente los betunes del día anterior. Da igual, generalmente todo esto termina en una divertida y musical guerra callejera de talcos y harinas.

El origen del carnaval de negros y blancos fue un estallido social. En este caso, uno que ocurrió en 1607 en un pintoresco pueblo antioqueño llamado Remedios, donde había minas trabajadas por esclavos. Los rebeldes escaparon a las espesuras vegetales de los cerros, fortificaron palenques y se emplearon en acciones de sabotaje y guerrilla. La rebelión pasó por varias fases de conflicto y negociación hasta que se fue extinguiendo hacia 1613. En el intertanto, sin embargo, generó enorme inquietud en todas las zonas en que la mano de obra esclava era crucial y en que los esclavos formaban parte significativa de la población. Las autoridades, con el objeto de limitar la extensión de la rebelión, hicieron concesiones. Una de las más notables llegó en la forma de un edicto del Rey don Felipe III, que les concedió asueto (día vaco) el día 5 de enero a los esclavos negros, para que descansaran y celebraran de acuerdo a sus costumbres.

Desde entonces ha evolucionado el carnaval de negros y blancos hasta convertirse en una fiesta popular en que se eliminan, por un rato, las fronteras raciales. Un día todos negros, y el otro, todos blancos.

En Chile tuvimos un estallido. Ese estallido tuvo muchos elementos, algunos bastante inconfesables, pero es innegable que uno de sus combustibles principales fueron nuestras desigualdades y fronteras sociales. Las atemorizadas autoridades reaccionaron con concesiones. Una de las más importantes fue un proceso constituyente. Y como todos sabemos, ese proceso se convirtió, a poco andar, en un carnaval.

Un carnaval de negros y blancos.

Durante el carnaval, todos los participantes se disfrazaron de un modo u otro, se tiñeron de betunes, se espolvorearon de talcos. Unos pasaron, en un parpadeo, de ser laguistas a republicanos; otros de ser octubristas a laguistas; algunos se dieron dos o tres vueltas más, embriagados por la música de las calles, las histerias de las redes sociales y los griteríos de los programas de farándula política. Unos se disfrazaron de pokemones, otros de huasos, unos de filósofos parisinos, otros de teólogos navarros. Todo era cosplay. Un poco de betún, unos tarros de talco y ya está. Todos podemos ser todo, por un rato, durante el carnaval.

Los que no entendían que estábamos en carnaval se sintieron abrumados, incluso atemorizados. Se entiende. Obviamente un país no puede vivir en un estado permanente de circo. Y, por eso, esas personas que se hallaban abrumadas por el jolgorio, desconcertadas por el desorden o que terminaron simplemente aburridas por la extensa parranda, sintieron tanto alivio cuando terminó la jarana, con un aburrimiento terapéutico generalizado, hace pocos días atrás.

Solo les puedo ofrecer un consuelo. Los carnavales existen hace mucho tiempo. El más antiguo vigente en Europa se celebra en Putignano, en la Apulia italiana desde el siglo XIV. Y por algo existen hace tanto tiempo. Existen, ocurren… pero terminan.

La sociedad, la civilización, es en parte una estructura de contradicciones, injusticias y corrupciones que sostiene el progreso humano. Allí radica uno de los misterios de la política, la vida social y la naturaleza humana con la que nos cuesta lidiar: que lo sublime, lo celestial y lo grande surge y se sostiene en gran medida sobre lo vulgar, lo mundano y lo pequeño. Y vivir inmersos en esa contradicción es, francamente, agotador. Así que cada cierto tiempo viene el carnaval. Necesitamos el carnaval. ¿Qué sería de nosotros sin el carnaval? Existe, ocurre… pero termina.

Y cuando termina, viene la cuaresma, la abstención y la penitencia. Esperemos que sea así, porque nuestro país necesita que, pronto, tomemos la sal de fruta, se nos vaya pasando el hachazo y nos pongamos seriamente a trabajar. El objetivo de convertir a Chile en un país desarrollado, próspero, sustentable, equitativo y justo no está garantizado. Es un objetivo noble y nos necesita concentrados, serenos y sobrios.

Así que este Año Nuevo, haga un último brindis, un “salud” por Chile y por el fin del carnaval.

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