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Voluntarismo, principismo y ¿crecimiento?

03 Octubre 2024 Entrevista a Ignacio Briones, economista ex Ministro de Hacienda Foto: Andres Perez Andres Perez

“Hay que crecer”, escuchamos decir, una y otra vez, con ceño fruncido o tono indignado. Como si bastara la voluntad, el carácter o la indignación para que la economía se moviera. Mala noticia: el voluntarismo es un mal aliado del crecimiento. No hay magia, ni bala de plata. Crecer depende de variables reales —inversión, productividad y trabajo— que no mejoran por decreto ni por buena intención. Exigen trabajo duro, rigor y reformas reales que incentiven a invertir, emprender, innovar y a ser más productivos.

Nuestro problema es estructural. Llevamos más de una década creciendo a un mediocre 2% anual, muy por debajo del promedio mundial, mientras que la productividad se encuentra estancada desde fines de los 2000. Por el lado de la inversión, nuestra actual tasa del 24% del PIB es insuficiente: solo por reposición de la depreciación de un mayor stock de capital, necesitamos subirla al menos 3,5 puntos del PIB. Reconocer que el problema es estructural implica que solo con reformas estructurales podremos revertirlo. No con declaraciones de intención.

En el mundo real, con guitarra, esas reformas requieren leyes que pasan por el Congreso. Y ahí el voluntarismo, junto al principismo y su rigidez doctrinaria, chocan con la dura realidad de la política, que es la guitarra de la democracia. Manejar bien esa economía política —convocar, articular y sumar votos para aprobar reformas— es la llave para volver a crecer de forma sostenida.

La gestión importa, y mucho —imposible no pensar en uno de los sellos del presidente Piñera—, pero la gestión es volátil: cambia con los gobiernos. Por eso apostar a ella no basta para sostener un mayor crecimiento tendencial. Este requiere reglas permanentes que despersonalicen los incentivos a crecer; que los institucionalicen. Y eso se llama reformas legales.

Hoy la palabra crecimiento —despreciada por la izquierda en el pasado— está de vuelta. Y con ella, un consenso más amplio sobre una serie de palancas concretas para volver a despegar. Destrabar la “permisología”, verdadero impuesto a la inversión; bajar un impuesto corporativo que nos deja fuera de juego; introducir adaptabilidad en un código laboral rígido; actualizar un estatuto administrativo que asfixia la gestión en el Estado. Todos ellos son ejemplos de reformas de fondo que debemos acometer y en las que ahora parece haber más acuerdo. A ello se suma la conciencia de que urge una reforma al sistema político, habilitante fundamental para la cooperación política y las reformas clave, como dijimos en la comisión Marfán.

Que exista mayor grado de acuerdo sobre la importancia clave del crecimiento y sus palancas es una gran noticia y una condición necesaria, aunque no suficiente, para avanzar. Y es que ese mayor consenso es como un péndulo: hoy se alinea, pero mañana —lo hemos visto— puede devolverse. El desafío es anclar el péndulo y su buen momentum actual con reformas plasmadas en ley.

Estas reformas son complejas y no admiten atajos. Más allá de buenos diagnósticos técnicos, avanzar depende de la economía política: entender cómo se toman decisiones en democracia y, sobre todo, saber unir, convocar y negociar para sumar votos. Como planteó Max Weber, se trata de combinar la ética de la convicción con la de la responsabilidad: convicciones claras, pero con pragmatismo responsable. Se trata de dar gobernabilidad, que no es otra cosa que la capacidad de alcanzar buenos acuerdos para avanzar.

Si de verdad queremos tomarnos el crecimiento en serio, entender este punto es crucial. Solo los proyectos políticos con la voluntad de unir y dialogar para alcanzar buenos acuerdos son los que tienen la capacidad de sacar adelante las necesarias reformas, aunque sea parcialmente. Ello contrasta con el voluntarismo y el principismo del todo o nada, de las soluciones de esquina, donde la única certeza termina siendo avanzar nada.

La reciente reforma de pensiones lo ilustra. Una parte de la oposición empujó un acuerdo que no solo legitimó, sino que expandió la capitalización individual y la administración privada de fondos, aumentando el ahorro (pro crecimiento) y las pensiones. Otra parte se parapetó en la trinchera, en la lógica del todo o nada, y si de ella hubiera dependido, hubiéramos quedado en nada. Y con nada, el sistema de capitalización arriesgaba ser insostenible y la presión fiscal habría sido enorme, como alertó el CFA. Pero al principista nada de eso parece importarle: en nombre del carácter, el principismo se transforma en irresponsabilidad y en falta de gobernabilidad.

Chile necesita volver a crecer. Hoy el péndulo está inusualmente bien alineado para habilitar que ello suceda. De lo que se trata es de anclarlo a través de buenas reformas antes de que vuelva a moverse. No desaprovechar la oportunidad exige pasar del principismo y el voluntarismo al mundo real con guitarra. Exige la capacidad de convocar para sacar adelante reformas estructurales que pasan por el Congreso. En suma, exige dar gobernabilidad.

Y esa es la elección que tenemos por delante.

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