Crónicas científicas de la COP25 en primera persona

COP25.- Brasil defiende su política ambiental y pide financiación: "Menos palabr

Esta ciudad no ha cambiado en 15 años y el frío de su Plaza Mayor cala huesos en un trote de mañana. Los escaparates se tapean con afiches de la COP25, la conferencia del cambio climático de las Naciones Unidas que se mudó de Cerrillos a Madrid a último minuto. Allá en el otro lado del mundo siguen ardiendo los bosques con las antorchas de la injusticia.

Es que el modelo capitalista, del cual profitamos hoy de manera culposa devorando una hamburguesa con Coca Cola, es un frío mecanismo donde el medioambiente y ser humano son simples "recursos". Nos lo dijeron en economía a quienes tuvimos el privilegio de estudiar en la universidad y lo avalamos hoy, quizás ingenuamente impartiendo asignaturas como recursos humanos, econometría y teoría del dinero. O invocando principios algo viciados como el que contamina paga (the polluter pays principle) para avalar el gigantesco mercado de los bonos de carbono a nivel mundial.

En su concepción, el mercado sirve como mecanismo para asignar recursos escasos de manera eficiente y el capital sirve como fuente para generar riqueza. Esa esencia utilitaria con que el capitalismo concibe la realidad, es tal vez la raíz de los problemas que estamos viviendo en el país más endemoniadamente neoliberal del mundo.

Por fortuna, el estallido social nos hace hoy sensibles a aquellas voces que cuestionan lo que la economía denomina externalidades negativas; y que no son más que millones de personas que no ponderan en el producto per cápita del país con mejores cifras de Sudamérica. Ese discurso, creo, cambió para siempre.

Este sistema asimismo promueve la desigualdad ambiental a nivel mundial, en cada país, ciudad e incluso en nuestros barrios. Y esa desigualdad se percibe en las diferentes estrategias con que los países tendrán que adaptarse el cambio climático. Naturalmente, los países pobres se llevarán la peor parte.

En el pabellón de Bangladesh, Shakila me cuenta sobre los esfuerzos del país por migrar del cultivo del arroz a la acuicultura del camarón y la langosta, ante un inminente avance de las aguas salinas que contaminarán los polders (superficie terrestre ganada al mar) donde miles de campesinos laboran cada día.

Sus científicos, por otra parte, prueban también variaciones genéticas del cereal y otras especies para que sean resistentes a la sal que permeará el gran delta del Río Meghna, que drena al golfo de Bengala. También han ensayado el cultivo de vegetales en pequeños islotes flotantes que serán menos vulnerables al aumento del nivel del mar.

La precariedad del país, indudablemente, se incrementará por monzones cada vez más intensos a medida que avance el siglo. Prueba de ello son las 190.000 personas evacuadas en las últimas lluvias de julio, o las miles que han muerto en épocas pasadas en las riberas del Índico producto de estos eventos infernales.

Otros estados-islas como Vanuatu o Kiribati, vislumbran con angustia el éxodo masivo como única solución ante el hundimiento que sus territorios experimentarán. De acuerdo con el Norwegian Refugee Council, alrededor de 25 millones de personas han migrado exclusivamente por causas climáticas, las que se suman a otras tantas que lo han hecho por otros desastres que nos trae de cuando en vez la naturaleza.

Un ejemplo de ello, son las más de 200 mil muertes y los 1,7 millones de desplazados producto del tsunami del 26 de diciembre de 2004 en Sumatra. Estos países pobres, cuya capacidad de adaptación es marginal, son una encarnación más de esas obscenas externalidades negativas que no visualizamos al jugar el juego del mercado.

Los países ricos, en contraste, tienen espaldas para resistir el embate de la naturaleza cambiante, ya sea mediante medidas de infraestructura tradicional o soluciones más blandas. En Nueva Orleans, por ejemplo, las autoridades han bloqueado el delta del Mississippi con una barrera hormigonada de mil millones de dólares, como consecuencia del huracán Katrina. Sus habitantes experimentaron la violencia de las aguas y del viento hace casi 15 años, y respondieron en forma superlativa con una obra que bloqueará las futuras mareas meteorológicas.

Otros países ricos han también buscado opciones duras de adaptación: en Singapur y Reino Unido se construyen grandes esclusas (compuertas) buscando lidiar con los eventos extremos que arreciarán sus costas en los años que vienen. Los italianos, por su parte, buscan preservar las maravillas renacentistas cercando La Laguna de Venecia con compuertas abatibles que aíslan la ciudad del Adriático durante el acqua alta. Para qué profundizar con lo que ocurre en Japón, donde cada centímetro de costa es de hormigón armado (para proteger a sus gentes de los tsunamis).

En el mundo de la ingeniería costera se habla hoy de la infraestructura verde basada en el uso de vegetación, pero también de la infraestructura café, cuya base está en el uso de arenas, o de infraestructura azul, utilizando cuerpos de agua para disipar la energía de las aguas.

En el pabellón de Euroclima también se habla de construir con la naturaleza (Building with Nature) como nuevo paradigma para adaptarse a las cada vez más severas condiciones climáticas. En los Países Bajos, por ejemplo, se construyen nuevos territorios costeros cultivando campos de ostras para amortiguar el oleaje y vierten millones de metros cúbicos de arena en el Zandmotor para generar playas, dunas y espejos de agua donde, además, anidan las especies migratorias.

Pero aun cuando estos sean temas interesantes, son las negociaciones las verdaderamente relevantes en la COP25, sin embargo, a pesar de la evidencia científica, la mesa de negociaciones no cuenta, ni contará en el futuro con la gracia de Estados Unidos, el mayor contribuyente de gases de efecto invernadero a nivel mundial.

Ante la inasistencia de Xi Jinping, Vladimir Putin y el mismo Trump, es la Unión Europea la que lidera las conversaciones. Así es, esa misma Europa acechada por los nacionalismos es hoy la reserva moral en esta hoguera de vanidades.

En las negociaciones donde los Estados fijaron sus cuotas de emisión, no obstante, cada país pesa lo mismo y los acuerdos son por consenso, lo que explica que en esta vigésima quinta "junta por el clima", aún no se pueda resolver nada estando o no los grandes elefantes blancos en la habitación.

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