Revista Que Pasa

Pacman en la frontera

El mismo día del último alegato en La Haya, en el Club México un joven inmigrante peruano salía al ring vistiendo un short con dos banderas, la chilena y la peruana. Al final hablaría de hermandad. Pero Liner "Pacman" Huamán, la última promesa del boxeo de dos naciones al mismo tiempo, sabía que él también era objeto de disputa.

Cuando Alejandrina Huamán vio, con espanto, cómo el dominicano Diego “la Pantera” Pichardo le propinaba un feroz cabezazo a su hijo Liner, y luego la sangre que comenzó a cubrir su rostro y a caer sobre el cuadrilátero del Club México, su mente se fue por unos momentos del lugar. Volvió exactamente una semana atrás, cuando llegó una noche a su casa en Santiago Centro, luego de otra jornada como empleada doméstica, y vio a su hijo boxeador desconsolado, llorando como un niño frente al televisor. Un  derechazo del mexicano “Dinamita” Márquez acababa de tumbar a su gran ídolo, Manny “Pacman” Pacquiao, en Las Vegas, en la pelea más importante del año.

En eso pensó su madre: en cómo su hijo de 20 años, que ella había arrastrado a un país muchas veces hostil, que lo había obligado a aprender boxeo para defenderse de las golpizas, podría soportar su primera derrota como boxeador profesional. Porque luego de su debut, y de sus cinco victorias seguidas, que le valieron la etiqueta de “promesa chilena” y la campaña de algunos medios peruanos exigiendo su repatriación -para ser campeón profesional en Chile necesita nacionalizarse-, se esperaba demasiado de “Pacman” Huamán.

Pero esta noche de viernes, cuando el público ha rugido al verlo aparecer con su tradicional pantalón corto mitad chileno y mitad peruano -aunque el locutor haya dicho sólo “chileno”-, las cosas no andan bien. El dominicano le ha dado duro. Al final del cuarto asalto, Huamán regresa a  su esquina bañado en sangre.

-¡Tienes que cubrirte, esta pelea la paran en cualquier momento! -le grita desesperado Iván Corral, su entrenador.

Liner, en algún momento piensa, también, en Manny Pacquiao. Se suponía que en esta pelea iba a imitar su estilo: castigar abajo, luego arriba, de nuevo abajo. Siempre de frente. De pronto vuelve en sí y siente el griterío.

-Tranquilo, profe -dice, antes del  campanazo-. Voy y vuelvo.

***

-Voy y vuelvo -dijo una mañana Alejandrina, y Liner, que tenía ocho años y era un niño más en el poblado de Pativilca, al norte de Perú, no volvió a oír su voz en dos años.

Su madre había decidido ir a buscar un futuro a Chile, pero no supo cómo decírselo a su hijo, quien se demoró días en entender por qué no volvía. Tampoco se había atrevido a llevarlo con ella a un país donde le habían contado que no trataban bien a los peruanos.

El viaje a Chile fue complicado. Entre instalarse, ganar algo de dinero trabajando como empleada en Vitacura, y atreverse a llamar a Perú, pasaron dos años. Entonces supo que el Liner que había dejado ya no existía: con diez años, ya no iba al colegio, golpeaba a otros niños, y se perdía con frecuencia.

Ubicarlo le tomó un mes, pero luego lo convenció fácil: se lo traería a Santiago. Acá -mintió- lo esperaban una PlayStation y una bicicleta. En realidad, lo que encontraría sería una pieza junto a su madre en el departamento de una amiga, con un solo colchón en el piso.

Al principio le gustó Santiago por los edificios, que él nunca antes había visto, pero pronto comenzaron los insultos y los golpes, primero en el colegio, y luego en la calle. Siempre era lo mismo, recuerda Liner, primero la palabra “peruano”, y luego algún insulto, y un “vuélvete a tu país”. Él  trataba de ignorarlo, pero una golpiza propinada por dos adultos en el Parque de Los Reyes, cuando tenía 13 años, determinaría su destino.

“Él sufría, pero yo como trabajaba no me daba cuenta”, dice Alejandrina. “Se quería volver a Perú, pero yo no lo dejaba. Le decía que tenía que estar aquí conmigo”.

Entonces decidió aprender a defenderse. Se acercó al Club México, cerca de su casa, y comenzó a entrenarse con obstinación. Pronto empezó a pelear, y cuando estaba arriba del ring pensaba en los golpes, en esa tarde en el parque. Fueron 26 victorias, dos empates y dos derrotas, que le valieron rápidamente el título nacional en cadete y juvenil. Para entonces ya nadie se atrevía a insultarlo.

Una tarde le dijo a su madre que pelearía a nivel profesional. Ella no quería, pero entendió. Lloraron juntos, y la noche antes de la pelea él le mostró el pantalón corto que se había mandado a hacer. Una pierna tenía la bandera del Perú. La otra tenía la de Chile.

-Le falta algo a la bandera chilena -le dijo ella, emocionada, y se quedó esa noche cosiendo una estrella blanca en la pierna izquierda del pantalón de su hijo.

***

Son las diez de la noche, una hora antes de la pelea, y Liner Huamán, con su metro sesenta de estatura y 52 kilos, se cambia de ropa en una sala del Club México, que funciona como improvisado camarín. Meticulosamente, con un plumón rojo, remarca las banderas peruana y chilena de su short, que ya luce desgastado por las peleas recientes. Le interesa que se vean bien desde el público.

Ese viernes, su pelea ha coincidido con el último día de los alegatos en La Haya por los límites marítimos entre Perú y Chile, y eso, muy a su pesar, le ha dado un morbo especial. Sobre todo después de que en noviembre un empresario peruano ligado al boxeo lo llevara de gira a su país, al cual regresó por primera vez, y en donde cenó con el campeón mundial peruano Alberto Rossel y le presentaron al equipo de la también campeona Kina Malpartida. La idea, le dijeron, es que pelee en febrero allá, y entonces empezar su internacionalización. La no conveniencia de nacionalización chilena -asunto que podría decidir el próximo año, cuando cumpla 21- también fue un tema recurrente durante el viaje.

Por eso esta noche, que enfrenta a “la Pantera” Pichardo, intenta aislarse de todo ese ruido. Pero no es fácil. Los periodistas, por primera vez, lo persiguen como si se tratara de una pelea por el título mundial, y los flashes lo cubren cuando se sube al ring y se arrodilla en su esquina para rezar. Uno de sus hermanos menores, Jonathan, también boxeador, ha peleado el turno anterior y ha ganado. Ahora lo mira preocupado desde abajo, con una polera con la imagen de su hermano mayor, y un escudo que mezcla los de los dos países que se lo disputan.

La pelea comienza y “la Pantera” se le viene encima, golpeándolo y retirándose, una y otra vez. Liner parece muy lento para el dominicano, quien lo castiga cuatro rounds furiosamente. Nunca antes Liner ha estado en esa situación, y su madre se esfuerza por seguir mirando. Al final del cuarto asalto un artero cabezazo destroza la ceja del peruano. El quinto round comienza, y Liner va por su rival, quien lo espera para rematarlo, con el rostro cubierto de sangre.

Pronto el árbitro detiene la pelea, por la abundante sangre que brota del peruano, y en el ring se escucha una súplica: “Déjeme terminar este round, por favor. Es todo o nada. Sólo este round”.

Lo que vino después desató el fervor del público. “Pacman” se le fue encima a Pichardo como un toro enloquecido. Lo conectó primero abajo, con un golpe seco que lo hizo tambalear, y siguió con una combinación arriba de derecha e izquierda, hasta rematar con un derechazo que dejó a “la Pantera” contra las cuerdas, pidiéndole al árbitro que terminara la pelea.

Entonces el público vio a Liner caer arrodillado llorando -con la música de Rocky de fondo-, golpeando el piso con el puño, y apuntando al cielo con los dedos índices. Él también pensó que hoy podía ser su primera derrota.

-Me emociono, porque ustedes son la mayoría chilenos, y yo siento que son mis hermanos -dijo, entre lágrimas, cuando le pasaron un micrófono-. ¡Somos lo mismo!

Esa noche, aunque no sabe explicar por qué, siguió llorando en el camarín.

***

Tres días después, Liner está sentado en la tribuna desde donde la gente gritaba su nombre. Ahora el club está vacío, y él lleva un parche en la ceja. No es su única cicatriz: en el costado derecho del torso tiene otra, mucho peor, de un cuchillazo que le dieron hace dos años. Esa vez, un grupo de jóvenes había llegado a su casa preguntando ¿quién es el peruano? Y él había tenido que salir para defender a sus hermanos. Dice estar cansado de las disputas entre los países.

-Yo soy deportista, no político, y no me gusta que me metan en esos temas. Yo quiero que estemos unidos y ayudemos a todo el mundo, a los pobres de todos lados. Somos todos lo mismo. ¿Por qué hay que seguir peleando por el pasado, por los mismos temas toda la vida?

Su pregunta queda resonando en el gimnasio vacío. Los jóvenes que van llegando para que les haga clases -tiene cerca de 70 alumnos- lo saludan con admiración y lo felicitan. Todos quieren ser como él.

Su gran meta es ser campeón en categoría mosca, pero su mánager cree que para eso tendría que irse a Perú, donde hay una inversión mucho mayor en el boxeo. Él no lo tiene claro, y tampoco quiere volver a alejarse de su madre, quien sí va a nacionalizarse. Cuando en noviembre lo llevaron a Perú, pasó por su pueblo, Pativilca, en donde visitó su antigua vivienda de piso de tierra, y se prometió hacer algo por esa gente. También quiere comprarle una casa a su madre, quien opina que si se va a ir, que sea a Estados Unidos, no de vuelta por las presiones de su país.

Este domingo hablaron del tema, como no lo hacían hace mucho tiempo.

-Cuando ganes el título mundial -preguntó Alejandrina-. ¿A dónde lo llevarás, a Chile o a Perú?

-Donde estés tú -respondió Liner-. Donde pueda dártelo.

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