Patagonia en llamas
Cuando estalló el incendio en las Torres del Paine, todo se copó en Natales y esa gente vestida con sus uniformes high-tech de marcas eco fashion parecía un ejército de zombis con mochilas, seres extraviados buscando pensión o cama en un pueblo acostumbrado a tener turistas por las noches, pero no en el día. Aquí, la crónica de un turista atrapado en Puerto Natales.

Al llegar por primera vez a la Patagonia (Patagonia, qué palabra) una de las primeras cosas que pensé es que aquí, al final del mundo, la naturaleza es capaz de poner las cosas en su lugar y el lugar de uno se reduce drásticamente. Uno simplemente debe aceptar que casi no existe. Caminar por la Patagonia, recorrer esas estancias que parecen eternas, enfrentarse a un cielo que es más grande y ocupa más el cuadro de lo que uno está acostumbrado, entender y procesar tanta luz (qué luz, la hora mágica dura literalmente horas y la noche en verano apenas existe) no sólo te desconecta, te obliga a ser más humilde.
Uno planea, traza itinerarios, calcula y organiza; pero las cosas no resultan necesariamente como uno cree que van a resultar. Acá el caos, la imposibilidad de ordenar y someter el tiempo o afianzar tus planes es común; antes que estallara el incendio en las Torres del Paine, estando en Puerto Natales, ya varias personas nos advirtieron: "Si no te gusta el clima, espera un rato, capaz que cambie". Calor sin viento, lluvia con sol, ventiscas de ochenta kilómetros por hora; todo en un día.
Por mucho que la Patagonia esté más cerca que antes (varios vuelos al día), por mucho que las comunicaciones sean impecables y los celulares siempre encuentren señal y los hostales posean "free wi-fi", lo cierto que estar en el fin del mundo no es lo mismo que estar en el centro.
Algo sucede.
Es el final del camino y esa sensación intangible vale oro.
Sólo aquí comprar en el supermercado produce algo de culpa y gastarse un dineral en una delgadísima segunda piel en la boutique de The North Face no duele. El sólo hecho de andar con bototos y protector solar cobra sentido porque después de esto ¿dónde? ¿Qué más queda? Quizás sólo la Luna.
Por eso, cuando estalla un incendio en el parque nacional número uno del país, en uno de los parques más claves y deseados y soñados del mundo, la noticia revienta. Deja de ser local para volverse una alarma. Lo que está en juego no sólo son los ñandúes, es la economía. Las Torres del Paine es el Chuquicamata de la industria del turismo nacional; sin Paine, buena parte de los tres millones de turistas dejarían de venir.
Cuando Estados Unidos, exageradamente, recomendó no venir, fue como si le declararan la guerra a esta zona. Una chica que vendía chocolates caros me lo dijo: la verdadera catástrofe es que digan que es una catástrofe y después no vengan.
-Sin turistas, la provincia de Última Esperanza se queda sin esperanza; queda sólo en última. Última y lejos, para más remate.
Mi plan era ciento por ciento turístico: avión a Punta Arenas, bus a Natales, instalarse, leer a Bruce Chatwin (autor de In Patagonia, que vino a Natales mucho antes que el resto, en los años 70) in situ, turistear. Catamarán a los glaciares (con almuerzo de cordero al palo en una estancia remota), descanso y luego ir en busca del arca perdida: uno de los monumentos naturales que más gatilla la imaginación del mundo: las Torres del Paine. Íbamos en plan familiar; nada de trekking o carpas. Hermanos, madre, sobrinos, hijos. Viajar en familia no es lo mismo que solo o en pareja o con amigos. La idea era no mirar en menos la "onda tour" sino tomarlos todos, hacer todas las excursiones, tomarse todas las fotos, coleccionar la mayor cantidad de recuerdos, memorias, momentos.
El asunto comenzó a volverse raro, curioso, no del todo normal, el miércoles mientras navegábamos rumbo a los glaciares. El incendio, al parecer, estalló el día anterior, pero aún no lo sabíamos. Veríamos las Torres desde los glaciares, pero el viento iba en aumento, las olas del mar -de los canales- iban en aumento y de pronto todo se volvió francamente intenso, con la embarcación saltando, gente mareada, las olas saltando y chocando contra las ventanas.
Cuando Estados Unidos, exageradamente, recomendó no venir, fue como si le declararan la guerra a esta zona. Una chica que vendía chocolates caros me lo dijo: la verdadera catástrofe es que digan que es una catástrofe y después no vengan.
Esto no era el típico viaje tranquilo por los canales.
Esto era otra cosa.
Al poco rato, se optó por regresar a puerto. El viento aullaba. Y la chispa del papel higiénico encendido quizás empezó a agarrar fuerza mientras volvíamos, más tranquilos, con viento de popa, de vuelta a Natales, donde nos devolvieron todo el dinero, es cierto, pero naufragó la posibilidad de ver lo que queríamos ver.
Caminando por la calle Eberhard, a eso de las 10 de la mañana, enfrentando el viento que casi te botaba, rumbo a la plaza de Natales, donde horas más tarde llegaría la televisión a transmitir en directo la noticia, comenzó a esparcirse el rumor por el hotel (el Isla Morena, un bed and breakfast cool e intelectual, con colección de DVDs y una biblioteca propia) y luego por la mesa larga del restorán italiano La mesita, donde nadie se ponía de acuerdo en un idioma, pero todos comentaban lo mismo: había un incendio en el parque. Al día siguiente ya era cierto: lo cerraron.
Captamos que nuestro paseo por la Patagonia se iba a concentrar en Natales.
Luego supimos que estábamos en el centro de una Zona de Catástrofe.
Y si bien la zona donde la catástrofe se estaba desarrollando quedaba en efecto lejos, nadie en Puerto Natales estuvo cerca del peligro. La rápida y atinada evacuación de los turistas del Parque no sólo fue expedita sino comprensible. Lo que quizás no fue tanto, fue declarar catástrofe y no medir las consecuencias. El incendio, al momento de este despacho, está parcialmente bajo control o focalizado, y el parque ha vuelto a abrirse en un 80%. Deduzco que todos en Natales respiran más tranquilos: sin las Torres, todo esto -este pequeño y entrañable pueblo cosmopolita- se viene abajo.
Un taxista que nos llevó a la escondida y maravillosa laguna Sofía me dijo: "A ver si ahora entienden que éste es un recurso que perfectamente se puede destruir. Antes llegaban en cinco años los turistas que ahora llegan en un par de meses".
-Es cierto - acotó-, faltan doctores y policías en el país, pero acá faltan guardaparques. ¿Acaso los franceses no vigilan bien la Torre Eiffel?
El pueblo de Puerto Natales, que posee tanto hoteles boutiques como pensiones donde caben cinco mochileros en una pieza, cada vez es menos "de paso" y posee desde spas con reiki a tiendas de delicatessen con sales al merkén a siete mil pesos. También muchos bares, cafés con onda, y restaurantes de todo tipo: desde la parrilla popular con la tele encendida a experimentos en fusión. Pero el Natales chic es más nocturno, es après Paine, cuando la luz no desaparece pero sí vira hacia el índigo, como el hotel del mismo nombre. Por unos días, los días que estuve ahí, Natales colapsó de gente y mientras los pastos ardían, los restoranes se llenaban y no había cómo conseguir mesas y la gente se veía feliz comiendo corderos, locos y, claro, centolla. De pronto todo se copó y toda esa gente vestida con sus uniformes high-tech de marcas eco fashion parecía un ejército de zombis con mochilas, seres extraviados buscando pensión o cama en un pueblo acostumbrado a tener turistas por las noches, pero no en el día.
¿Qué hacer? ¿Dónde ir?
Escuchar la radio Pingüino o Polar o la Paine. Ver los autos de la Onemi pasar. En cafés cool y vegetarianos como El Living, los mochileros de la tercera edad anotaban en sus Moleskine sin entender si lo del supuesto israelí (antes que se supiera, ya decían en el pueblo: deben ser los israelíes, son los mochileros más pobres y eso que vienen de uno de los países más ricos) era cierto o un fantasía antisemita. Captamos que, más allá de ver el humo al fondo, no podíamos hacer otra cosa que pasarlo bien y no hacer nada, pero hacerlo bien.
Estábamos en el fin del mundo.
Estábamos juntos.
Caminando apenas contra el viento por la costanera.
Eso ya era un premio.
Las Torres seguirían ahí y tendríamos que volver.
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