Revista Que Pasa

Música: La sombra en la pared

La presentación de Nick Cave en un local de Ciudad de México sirvió para recordar sus múltiples encarnaciones hasta remitirse a la imagen con la que Wim Wenders alguna vez lo filmó: en blanco y negro.

Escuché esta historia hace veinte años atrás. El amigo que me grabó From her to eternity en un casete me dijo esto: una vez que Nick Cave llegó a Nueva York desde Berlín estaba tan hecho polvo que los policías lo pillaron sin documentos. No sé de dónde había sacado la anécdota, supongo que todo había transcurrido a mitad de la década del 80, cuando Cave pasó de ser un ícono punk a un crooner apocalíptico. En la anécdota, Cave estuvo una semana en la cárcel, antes de que alguien se diera cuenta de que había desaparecido.

Lo anterior se me vino a la cabeza cuando la semana pasada vi la sombra de Cave proyectarse en una pared mientras tocaba "Red Right Hand", en uno de los muros del Plaza Condesa, en el D.F. mexicano. El lugar -donde caben dos mil personas- estaba lleno, las entradas se habían agotado hace meses, tuvieron que programar otra fecha. En México, la sombra de Cave que se agitaba en el muro venía de otro tiempo, de otro mundo. En el show, que duró exactamente una hora y media, Cave cantó como si él mismo fuera capaz de reunir una multitud de almas atrapadas en un solo cuerpo, el suyo. Una legión que cabe en un saco de tripas y huesos que a veces se rompía o se colocaba sobre el piano, o se acercaba más de lo aconsejable al público y le daba la mano y cantaba con sus seguidores. Así, arriba del escenario, Cave era alternativamente un poseso y un hombre que había encontrado la calma, el autor que cantaba con suavidad "Into my arms" (tema que rozaba esa iluminación terminal que Leonard Cohen siempre ha deseado) y luego se doblaba sobre sí mismo para expulsar al diablo de su estómago mientras vomitaba "Tupelo". En tanto, su socio de años, Warren Ellis, tocaba el violín o la guitarra, enrareciendo el aire.  Porque las canciones de Cave hablan de pueblos inundados, de asesinos enamorados de sus víctimas, de arrebatos místicos, pero también de la placidez de quien se acerca a una fe que sabe falsa. Muchas veces en esas canciones la violencia era idéntica al amor y en esa extraña confusión, que es indescriptible, que se resuelve canción a canción, descansa gran parte de su misterio. Porque Cave viene del punk pero bien podría venir de la música negra y, al escucharlo en vivo, es imposible no pensar en lo tenue de la distancia entre ambos, en lo idiota de las calificaciones que le damos a los géneros musicales y a las cosas en general. Porque en vivo, Cave fue una máquina de demolición de las mismas. Importó poco que estuviera lanzando un disco nuevo (Push the sky away) porque la cita era con el pasado, con temas -como "The Ship Song" o "Red Right Hand"- que siguen ahí, independientes de él y que nos devuelven a Brecht, a los paisajes perversos del gótico americano (no puedo dejar de pensar en El mundo de Cristina, el cuadro de Andrew Wyeth, mientras escribo esto), o a los cuartos oscuros de una ciudad devastada por una catástrofe sin nombre. Gracias a eso, en México Cave pareció filmado en blanco y negro, como alguna vez lo registró Win Wenders, cuando era un cineasta joven y brillante, cuando filmaba ángeles que no eran ángeles sobre una ciudad en ruinas.
El Nick Cave que aparecía ahí era el mismo que ahora está en el Plaza Condesa. Las canciones siguen ahí; el tiempo no existe dentro de ellas. Todos se las sabían de memoria. Cave era un ánima que sólo las encarnaba de modo temporal mientras su sombra se grababa como un fantasma en el muro.

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