Cine: Un genio con resaca
Tony Scott tenía 68 años y un puñado de grandes películas a su haber cuando el domingo pasado se suicidó saltando de un puente. Entonces comenzó otra obsesión: la de explicarse al artista juntando pedazos de su filmografía. <br>
Creo que es el momento de decirlo: siempre me gustaron más las cintas de Tony Scott que las de su hermano Riddley. Sí, Alien y Blade Runner cambiaron el cine, la cultura occidental, pero yo recuerdo con más cariño películas como El ansia (1983) o Marea Roja (1995) . Hay una paradoja ahí: cuando se esforzaba el hermano mayor en abordar los mitos (el futuro, el pasado, los monstruos, Roma, la Edad Media), más se volcaba el menor a la acción y los thrillers, a películas habitadas, quizás, por seres humanos.
De este modo, si con Riddley estamos obligados a pensar la historia del cine con mayúscula, con el otro, con Tony, lo que vamos a recordar es siempre disperso y brumoso, carece de relato. De hecho, algunos de los mejores momentos de su obra son fragmentos, ideas sueltas, describen calles devoradas por el sol y a héroes haciendo que la resaca sea una forma de la melancolía. Y aunque pareciese que sus fetiches eran los actores que repetía (Tom Cruise, Denzel Washington, Gene Hackman), también nos debe importar esa habilidad suya de saltar del interior de un submarino a los detalles de una conspiración gubernamental sin que se le notara apenas. También es mérito suyo haber sabido leer a Quentin Tarantino antes de que explotara masivamente. De hecho, casi nunca se le vio tan suelto como cuando hizo True romance (1993), que escribió Tarantino. El mejor Scott está ahí, el que filma los barrios pobres de una ciudad insoportable, el que deja que los actores disparen diálogos sin estridencia, el que sabe que las escenas de acción siempre están al borde de la parodia.
Pero aquello ya pertenecía a Scott y estaba en El último boy scout (1991), acaso la mejor de sus películas. Ahí, el inglés filma un policial americano negrísimo sin que lo parezca. Lo que vemos no es eso. Lo que vemos es la cáscara de la enésima cinta de acción de Bruce Willis. Pero es una fachada: Scott sabe que Willis no es más que un comediante triste, sabe que más allá o más acá de los balazos y los cuerpos muertos, lo que vuelve interesante el relato es la mueca torcida del tipo, aquella cara que está todo el rato disfrazando la pena con frases perfectas (como cuando su mujer le dice que lo engañaba porque se sentía sola y Willis le responde: “Cómprate un perro”), esa distancia sardónica con respecto a las acciones que acomete. Porque Willis está perdido (quizás siempre lo estuvo, siempre fue un error) y Scott le saca partido a esa desidia, a la falsa ironía, al rostro lleno de heridas. Película crepuscular, oda sobre cómo la luz deforma una ciudad que aparece filmada desde el odio, El último boy scout es una cinta sobre la redención de un héroe agotado pero también un lugar que está descrito como un purgatorio: las habitaciones de las casas de los suburbios, las piezas de los hoteles, las calles donde explotan los autos estacionados.
Scott se suicidó. Se tiró de un puente.
Su penúltima película la vi en un bus. Trataba de un asaltante que usaba el metro de Nueva York para huir o algo así. No recuerdo nada más, salvo dos cosas. Primero, que Denzel Washington y John Travolta estaban todo el rato entrando y saliendo de túneles. Y segundo, que había algo que me hizo recordar El ansia, uno de sus primeros largos y que se abría con Peter Murphy metido en una jaula cantando “Bela Lugosi is dead” mientras Catherine Deneuve y David Bowie mataban -porque eran vampiros- a una pareja swinger. Pensé: en los túneles por donde huye Travolta puede que viva ahora Peter Murphy. Pensé: hay un lazo acá, esto es la metáfora de algo, pero en este momento se me escapa. Pensé: en realidad, es indescifrable, en la suma de las cintas de Scott todo es confuso. Pensé: los artesanos saben cómo ocultarse en sus obras, son expertos en administrar sus misterios.
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