Leo en alguna parte que Electrodomésticos rechazó tocar en el evento “Las voces de los 80”.  Se entiende y se agradece: Se caiga el cielo, su flamante último disco, carece de cualquier gesticulación nostálgica y es una obra densa, que se interna en un abismo de dudas místicas (“¿qué sabe Dios del corazón?”, canta Carlos Cabezas en algún momento) que encuentran su eco en un paisaje sonoro de rock electrónico. Gracias a aquello, estamos ante una obra elegante y desesperada en su ejercicio de pensar al pop como una disciplina adulta y contradictoria, dolorosa y casi siempre personal. Por supuesto, la experiencia del LP es demoledora: las letras de Cabezas están más paranoicas y digresivas que nunca, pero también más precisas en su habitual apunte de escombros. Temas como “Corazón” o “Fe de carbón” o “Se caiga el cielo” configuran escenas de derrumbe íntimo pero también de catarsis.

Electrodomésticos, desde sus orígenes, abordó el rock de modo oblicuo, casi como un montaje cinematográfico, y ahora en Se caiga el cielo parecen ir en sentido reverso, a la búsqueda de canciones que sean capaces de bastarse a sí mismas en su asfixia, en su condición de tenso cuarto cerrado de las obsesiones de la banda. Eso vuelve al disco complejo pero también inimitable, como si los susurros de Cabezas y el ruido de las máquinas simulasen una conciencia afiebrada que desea sacudirse sus demonios.

No es raro que así sea: al final de la presentación del disco, hace un par de semanas en un Teatro Municipal repleto, el telón desapareció y el público pudo ver lo que había tras bastidores, detrás de la banda. El gesto era sobrecogedor. Electrodomésticos cerraba despojándose de todo, tal y como sucede en Se caiga el cielo, dejando desnudo el sonido de sus canciones, que no requerían más esos espacios vacíos como metáforas de la desolación y la violencia. No hacía falta mucho: unas cuantas cajas, una grúa, las tripas del teatro y algo parecido a un frío misterio.

“Se caiga el cielo”, de Electrodomésticos.