Caminante neoyorquino
Se llama Teju Cole, tiene 38 años, es un escritor americano-nigeriano y se ha convertido en una de las voces más interesantes del panorama literario de Estados Unidos, gracias a <i>Ciudad abierta</i>, una novela en la que un africano camina rumiando su depresión por las calles de Nueva York.
Teju Cole hoy tuvo un desayuno fuera de lo común. Al café de siempre agregó un par de tostadas. Las tostadas fueron, dice, para pasar un poco la pena y la sorpresa por la muerte de Chinua Achebe, el escritor nigeriano que desde su primera novela, escrita a fines de los 50, dio a la literatura africana una voz propia.
“Vas a la cama, te levantas al otro día, miras por la ventana hacia la cordillera y falta una montaña. Así es como me sentí en la mañana. Achebe está muerto. Ha estado vivo toda mi vida, cómo puede estar muerto”, pregunta Cole -esta mañana de marzo-, autor de Ciudad abierta (Acantilado), novela que en 2012 ganó el Pen/Hemingway y el New York City Book Award for Fiction, entre otros premios.
Cole apoya la espalda en el asiento rosa de un restaurante italiano. Atrás de él hay un ventanal enorme por el que se apresuran los caminantes de Manhattan. Arriba, apenas, en una esquina, se recorta un pedazo de cielo con un salpicado de nubes. La imagen podría ser una escena de su novela o una de sus fotos, porque Cole es fotógrafo profesional, historiador del arte y, además, después de Ciudad abierta, una de las voces jóvenes más promisorias del panorama literario estadounidense. Claro que Cole no es sólo norteamericano. También es nigeriano, como Achebe. Y como Julius, el protagonista de esta novela, hecha de caminatas, desplazamientos en los que la ciudad -que se presenta como un espacio levantado sobre hechos violentos, como la esclavitud y el ataque a las Torres Gemelas- permite la observación, el vagabundeo mental, el flujo de la memoria.
Cole escribe desde acá y desde fuera, desde una posición similar a Junot Díaz, nacido en República Dominicana, y a Aleksandar Hemon, quien llegó desde Sarajevo poco antes de la última guerra de los Balcanes. Tres voces de la literatura estadounidense actual que se articulan desde la diáspora. Escritores navegantes. En la escritura y en las fotos de Cole -quien nació en Estados Unidos en 1975, pero se crió en Nigeria- hay gente que navega ciudades. Lo mismo hace él con sus cámaras: la digital, la análoga, la de su teléfono. Saca el celular, se conecta a su cuenta de Flickr y aparecen Lagos, Jaipur, São Paulo, Nueva York. En todas las imágenes hay gente o huellas de gente, también hay luces y sombras. Las fotos hacen que uno se pregunte de dónde viene la luz, para dónde va la gente, qué miran, qué buscan. Porque para Cole la búsqueda y el misterio son fundamentales en una imagen. También en un texto. Dice que mucho de lo que ha aprendido en fotografía le ha servido para escribir. Y uno de los maestros al que mira cuando busca construir misterio es al chileno Sergio Larraín.
“Larraín era capaz de llevar un silencio intenso a espacios luminosos. Sus fotos de Valparaíso, esas niñas, una en frente de la otra bajando escaleras, sus marineros, parecen salidas de un sueño. O el perro, la espalda del perro y la niñita parada en la puerta de la casa. Larraín tenía esa habilidad para encontrar perspectivas fuera de lo común. Todo el mundo ha visto a un perro parado en la calle, frente a una puerta, pero al moverse de una manera distinta, la espalda del perro se transforma en paisaje. No hay nada fácil o poco meditado en su trabajo. Hay una presencia constante, por eso no sorprende que se haya transformado en una especie de místico. Su trabajo ya iba hacia allá”, dice Cole mientras recorre en su iPhone las fotos de Londres que tomó Larraín: “Mira, parecen sueños, y la gente en ellas parece estar soñando”. También parecen caminar sin un destino fijo, así como Julius, el personaje principal de Ciudad abierta, que es un flâneur en Nueva York.
La ciudad encontrada
Después de que Cole dejó Lagos, en 1992, volvió de visita al año siguiente y luego se pasó doce años sin regresar. Durante ese tiempo vivió en Londres, Michigan, Boston y Nueva York. Y si bien ahora va a Lagos dos veces al año, sin falta, y si bien su corazón está acá y allá, es en Nueva York donde se siente mejor. Más cómodo, dice, porque en realidad no se apega nostálgicamente a los lugares. Aquí -en Brooklyn, para ser más exactos- tiene su barbero, dos personas de confianza que le revelan sus rollos, gente que lo conoce en los lugares donde le gusta comprar libros. Y tiene, sobre todo, a su mujer y su biblioteca.
Cole, quien mientras escribía Ciudad abierta salía a vagabundear, pensando como pensaría Julius, sigue dando vueltas por Nueva York. “Lamentablemente el tiempo se va muy rápido en estos días, así que lo que hago es tomar el camino largo cada vez que voy a algún sitio. Trato de perderme entre un lugar y otro. Caminando es como llegas a lugares a los que nunca habías prestado atención porque quedaban en el camino hacia alguna parte. Es como usar un diccionario en vez de buscar una palabra on line. Hoy, por ahorrar un estúpido par de segundos, perdemos la experiencia de la serendipia”, dice.
Esa pérdida de la posibilidad de encontrar lo no buscado también se le aparece a Cole en la escritura. No en la de su próximo libro -un trabajo de no ficción sobre Lagos -, sino que en su faceta de ensayista. Cole, que colabora regularmente en medios como The New York Times y The New Yorker, se ha topado más de una vez con problemas para ejercer el vagabundeo en un ensayo, es decir, para buscar y divagar mientras escribe, para ver qué encuentra.
“Hoy todo el mundo -partiendo por los editores- quiere saber cuál es el punto principal de lo que estás escribiendo. La gente reacciona ante ensayos que no tienen un punto claro, simple, con el equivalente de decir qué hace ese tipo caminando por este barrio, si no vive aquí”, dice ofuscado el escritor errante.
“Todo esto de mis vagabundeos conecta de cierta manera con el hecho de que siempre he sido indisciplinado e impredecible. Toda la disciplina que tengo en mi trabajo se topa con esa indisciplina: la fotografía callejera que tiene todo que ver con azar, el caminar sin destino, el escribir de una manera en que pareciera que todo fluye orgánicamente, sin un plan previo. Pero sí hay un plan previo”, agrega. Cole dice que piensa en un texto como en una sinfonía que se construye alrededor de movimientos que se repiten o se anticipan, acelerada o lentamente. Esos movimientos son los motivos que se van repitiendo en la novela: “Para mí fue un placer terminar el libro y volver atrás, como el diseñador de un puzle o de un crucigrama y decir: ‘voy a poner esto aquí sólo para la persona que lo lea una tercera vez’”.
Así que las caminatas de Julius, lo que en ellas se cruza y lo que de ellas se origina no tienen nada de azaroso. Todo estuvo pensando y trabajado hasta el cansancio. “Este libro es una colección de incidentes y sensaciones, de cosas que van juntas. Para escribirlo me puse en un lugar equivalente al de un curador de una exposición. De alguna manera, Ciudad abierta podría haberse llamado Fotografías en una exhibición. Porque en cada página estoy tratando de pintar, de crear una fotografía y estoy tratando de hacerte creer que cada fotografía de esta exhibición necesita estar ahí. Estas fotos, en este orden”, explica.
La ciudad traducida
Al comienzo de la conversación, antes de que llegaran las pastas, Cole me preguntó si había leído su
libro en la traducción al español. Ciudad abierta. No, le dije, lo leí en inglés.
“Mucha de la gente que conozco prefiere leer un texto en el idioma original, si es que les es posible, pero yo soy un gran partidario de las traducciones”, contestó Cole. “No creo que se pierda nada al leer una traducción. Además, estoy tratando de hacer cosas bastante complicadas en el libro y me agrada la idea de que la gente lo lea en la lengua que maneja mejor. Me dijeron que la traducción de Marcelo Cohen -reconocido traductor y escritor argentino- es fantástica. Lo que me hace recordar que García Márquez dijo una vez que la traducción al inglés de Cien años de soledad era mejor que la novela original”.
Él lee muchas traducciones y se admira de la valentía literaria de escritores como el húngaro László Krasznahorkai y Roberto Bolaño. “Son autores que trabajan con una ambición y una libertad que aquí no se ven. En el caso de Bolaño, hay una libertad lúdica y muy intensa. Si quiere escribir 200 páginas acerca de mujeres asesinadas, lo hace. No se supone que sea entretenido, no se supone que sea cómodo de leer, es lo que quiere decir y punto. Arréglenselas con eso. Esta libertad hace que la escritura sea interesante, diferente. Pasa lo mismo en los casos de César Aira, Javier Marías. Acá existe algo así, pero no de la misma manera”, dice mientras toma su cappuccino, remate del almuerzo.
-¿Cuál es la diferencia?
-El mercado es muy importante acá. Ésa es la razón porque cada año llega una película fascinante de Rumania, de Irán, porque no te haces cineasta en Rumania para hacerte millonario. Acá, en cambio, haces una película que te cuesta millones de dólares y tienes que hacer que la película te dé la plata de vuelta. Con la escritura pasa algo parecido. Si eres best seller aquí estás listo. Te haces rico. Y si no eres best seller pero haces algo que le guste a la mayoría, también puedes hacerte de un capital en cuanto a prestigio y reconocimiento internacional. Ahora, si eres un autor joven, chileno, mejor escribes el libro que quieres escribir porque nadie te garantiza que vayas a ganar algo si haces lo que otros quieren que hagas. Por ejemplo, ustedes tienen a Zambra, que es un autor maravilloso, pero lo más importante es que tiene libertad para escribir. En este país, alguien de la edad de Zambra y que escribiera libros como los que él escribe podría tener algo de éxito, pero jamás tendría el rol que Zambra tiene allá. Para tener acá el rol del joven escritor de punta, sea lo que sea que eso signifique, tienes que ser mainstream, las dueñas de casa de Kansas tienen que comprar el libro y disfrutarlo.
-¿Tú sentiste la presión del mercado a la hora de escribir?
-No, no me importaba… Porque si me iba mal tenía mi doctorado -en Historia del Arte, en la Universidad de Columbia- y de todas maneras me podía convertir en profesor -se ríe-, no, en serio, me daba pánico escribir un libro que no me gustara. No tenía nada que perder. De todos modos, muchas primeras novelas desaparecen en el tiempo y quién dice que a la mía no le pase eso. Pero mi editor es fantástico y me dejó escribir el libro que yo quería. Quién lo hubiera pensado: un libro africano, acerca de un tipo deprimido que vive en Nueva York. Un libro que ni siquiera hace muchas referencias africanas. De algún modo, al escribir este libro fui como un joven escritor latinoamericano o europeo. Fui alguien que está afuera.
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