El aluvión que cambió una vida y un negocio de Copiapó

Jacqueline Díaz tuvo por 25 años su cordonería El Botón, pero el aluvión de 2015 lo dejó en el barro. Con el tiempo refundó El Botón, pero orientado a las pinturas y manualidades.

El Botón fue la cordonería más reconocida en Copiapó y la región de Atacama, pero el aluvión de 2015 lo devastó al igual que el resto de la ciudad y dejó a su dueña en la calle. Jacqueline Díaz trabajó en la feria, y luego dio un giro a su trabajo: ahora vende artículos de pintura y manualidades, un nicho del que sacó provecho en cuarentena. "Uno siempre puede volver a empezar”, dice.


Las lluvias se desataron en la mañana del 23 de marzo de 2015 entre las regiones de Antofagasta, Atacama y Coquimbo. Como el agua no abundaba en la zona, producto de la sequía, las precipitaciones eran bien recibidas en la comunidad, pero con el correr de las horas las alertas se levantaron. Las condiciones meteorológicas se volvieron peligrosas, porque el fenómeno era irregular y no había certezas de cuánto duraría ni dónde habría mayor intensidad. Un día después, se desató el caos.

En Copiapó, una de las comunas más afectadas, los ríos se desbordaron, el barro inundó las calles, derribó muros y destruyó muchas casas.

Allí estaba Jacqueline Díaz (63) con Maximiliano, su hijo de nueve años. Trató de instalar algunas maderas para atajar el barro, pero fue inútil. Su hijo la comenzó a llamar desesperadamente desde el interior de la casa, y ella le ordenó buscar ropa y echarla a la mochila. El pequeño tomó lo primero que encontró, incluido un pequeño gato, y huyeron. Tras pasar la tormenta y el caos que sufría la localidad, partió a su local de cordonería, donde ofrecía lanas, hilos, agujas, cintas, y muchos otros productos. No podía abrir las puertas ni las rejas. El barro se estaba endureciendo, producto de residuos de las mineras que fueron arrastrados por el agua y el barro, y tuvo que forcejear para entrar. De milagro, como dice ella, no perdió todo lo que tenía: los aluviones devastaron el primer piso, y las paredes del local no cedieron y pudo rescatar las cosas que tenía en el segundo nivel del local que arrendaba.

El Botón estaba en el suelo. Jacqueline Díaz, que había llegado a Copiapó en 1989 desde Santiago, también. El trabajo que había comenzado un año después, y que había consagrado a la tienda como la más reputada de la región, se perdía entre el fango y el agua. En su apogeo, la cordonería de Díaz tenía una contadora, una secretaria y casi una decena de vendedores que asistían a los clientes a comprar trazos de cintas, hilos, agujas, blondas, huinchas y más cosas. Con el tiempo disminuyó la cantidad de trabajadores y al momento del aluvión tenía solo tres.

Con la catástrofe, tuvo que tomar una decisión. Como no tenía dinero ahorrado, producto de problemas personales y familiares, juntó lo que le quedaba, además de algunas ayudas financieras que le llegaron del Estado, y se debatió entre sacar adelante la empresa o sacar adelante su casa y su hijo. “Quería recuperar el lugar donde vivir, y decidí como mamá, porque a mi hijo lo tuve que mandar a La Serena a la casa de mi hermana, para tratar de que esto fuese lo más liviano para él. Sin mi casa y sin mi hijo, el resto no tenía valor”, narra Jacqueline Díaz.

El Botón de Copiapó era la cordonería más reputada de la comuna y la Región de Atacama, asegura Díaz. Hilos, agujas y lanas eran parte de la oferta.

Por eso juntó a su contadora y las dos vendedoras y les dijo que el negocio había muerto, que tenía una decisión tomada y que les pagaría sus sueldos correspondientes. Recibió un millón doscientos mil pesos y los destinó a eso; lo que le sobró lo ocupó para subsistir, mientras se quedaba en un albergue que se habilitó en un hotel donde tenía dormitorio, baño y comidas. Allí se hospedaron 74 personas que habían perdido sus casas; Díaz estuvo dos meses y medio.

“Si cuando llegué y no tenía experiencia me demoré unos cinco años en lograr algo, ahora que tenía la experiencia de los errores y un motor mucho más grande, como es mi hijo: tenía que demorarme la mitad”, añade la dueña de El Botón.

Reinventarse fue la clave

Cuando llegó a Copiapó, Jacqueline Díaz empezó a trabajar en una feria persa junto a su marido. Comenzaron vendiendo ropa juvenil, de moda, luego agregaron la lana y artículos de cordonería. Trabajaban en tres frentes distintos y ahí decidieron enfocarse hasta que se instalaron en un local en el centro de la ciudad con todos los artículos de cordonería.

Fueron 25 años de trabajo. Pero Díaz no lo recuerda con nostalgia, al contrario. “Cuando las personas me preguntan ‘¿cuándo va a volver con El Botón?’, les digo que no me deseen mal, porque ahora estoy muy feliz trabajando sola y en un local más chico. Imagínese lo tranquila que vivo sin tener que pagar imposiciones ni nada”, cuenta desde su tienda. Ahora, cambió completamente el giro: vende pinturas y artículos de manualidades, como pinturas acrílicas, servilletas para decoupage (que valen $300 la unidad), cajas y objetos de madera para pintar (desde $2.500). Sus estanterías están repletas de pequeños tarros de pintura, pinceles, cajas de madera, brillos, telas y decoraciones.

El Botón volvió, pero en otro local y sin cordonería.

Pero para tener un lugar propio, Jacqueline Díaz tuvo que reinventarse. Después de estar en el albergue, recibió un subsidio de arriendo y se instaló en el sector de El Palomar. Allí la feria de las pulgas es habitual y con las cosas que había rescatado de su tienda original, las guardó en cajas donde almacenan los plátanos, partió con un trapo y se puso a ofrecer sus cosas. Gracias a su reputación en El Botón, la gente le dio palabras de aliento todo el día y su hijo jugó y disfrutó como si estuvieran en un camping. “Parecía a ratos (la película) ‘La vida es bella’, porque trataba de que él no sufriera, no notara por lo que estábamos pasando”, evoca.

Díaz nunca había trabajado en una feria, ni tampoco había tomado micro en la comuna donde llevaba viviendo más de 25 años. Tampoco había acarreado su mercadería en un carro de fierro con cuatro ruedas que le había confeccionado un amigo y que tenía que empujar los días de feria para instalarse y vender. Pero enfatiza que era lo que tenía que hacer, y por eso acomodaba sus cajas y encima ponía sus botones, los cierres, los trazos de goma eva y de paños lenci.

Durante ese período, además, recibió la ayuda de la iglesia a la que asistía –con muebles para su casa y dinero–, también de Fosis (Fondo de Solidaridad e Inversión Social) con dinero y de Sence (Servicio Nacional de Capacitación y Empleo), donde se inscribió en talleres de carpintería, entre otros, y recibió herramientas para trabajar.

Jacqueline Díaz tomó las cosas que rescató tras el aluvión, y se instaló en la feria de las pulgas que había para volver a generar ingresos.

Como en su tienda había hecho amistades, una pareja de amigos –Dora Etchegaray e Iván Fajardo – la invitó a trabajar ene el local que tenían la Casa de la Cultura de la comuna. El trato era que Jacqueline les atendía su local de pinturas y ella tenía un espacio para vender sus productos.

Un año en que pudo salir a flote y poder migrar a su nueva tienda, ubicada en O’Higgins, 610, local 10. “Tenía mucha experiencia con la cordonería, pero también de la pequeña parte que era la pintura decorativa. Cuando cerré el local, las competencias crecieron y al final volver a la cordonería era invertir, invertir e invertir”, detalla Díaz. Argumenta que, por ejemplo, una cinta de color azul tiene muchas variedades y tamaños, y comprar de todos los tipos iba a ser mucho desgaste sobre todo porque se vende en cantidades pequeñas.

“Por eso me decidí por las pinturas, porque iba a tener menos competencia y son artículos más grandes. Además, puedo trabajar sola. Tengo las mejores marcas, las mejores pinturas, cosas que traigo de afuera”, dice.

La pandemia fue el último desafío que tuvo que vivir, pero del que sacó provecho. Relata que cerró su local, ubicado en la Plaza de Armas de Copiapó, con el inicio de la pandemia por miedo a contagiarse. Las clientas empezaron a preguntar diariamente a qué hora abriría, al punto de obligarla a ir a la tienda para ver qué ocurría. Su sorpresa fue mayor cuando dio cuenta que de toda la cuadra era la única con las puertas abiertas, por lo que le pidió ayuda a una sobrina para atender entre las dos en la semana. Con la cuarentena obligatoria, un proveedor la advirtió: “No sé qué pasa, pero prepárate para vender. No pares”. Justo en ese tiempo, la dueña de El Botón estaba reuniendo dinero para comprar un vehículo, pero lo pensó y decidió tomar una porción e invertirla. Lo hizo con artículos de madera que le vendió otro emprendedor, pensando que no vendería.

Díaz cuenta que fue su mejor período, que durante la pandemia vendió muchísimo. “La gente estaba aburrida estando encerrada, la plata apareció con los fondos previsionales, acá en la zona siempre ha habido dinero y me puse a vender como podía”, detalla. A través de sus redes sociales comenzó a ofrecer sus productos, armó catálogos y los compartió por WhatsApp y de ahí no se desconectaba. Los mensajes aparecían constantemente durante el día, ella se organizaba y pactó con un colectivero del sector para que la acompañara a entregar los pedidos. “Pedía permisos para ir al supermercado, pero primero aprovechaba de ir a entregar todos los pedidos, y luego pasaba a comprar cosas con la plata que había ganado”, agrega.

Jacqueline Díaz repite que está feliz. Que el motor que significa su hijo le permitió reconstruir su negocio y su vida, y que sin él probablemente hubiese tomado otras decisiones. También le da créditos a Marcos López, el alcalde de Copiapó que la ayudó a tener nuevamente un local donde trabajara, sin favores de por medio, ni letras chicas. Por eso insiste: “Tengo todo lo que necesito para vivir feliz y en paz. Mi hijo está en 4º medio y creo que uno siempre puede volver a empezar”.

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