De aquí a la eternidad
Conocidos los altibajos que ha tenido el gobierno y la curiosa relación que la Presidenta ha establecido con sus ministros, que un día les da y al otro les quita, es razonable pensar que las cartas ya están echadas, como diría un tarotista. Y echadas de aquí a la eternidad: el programa se cumplirá, hasta donde sea posible; no se vislumbran nuevos ajustes de gabinete; los equipos y las bancadas oficialistas están y es lo que hay... En lo básico, están todos los que son y son todos los que están. Así las cosas, es improbable que entren nuevas variables a la ecuación. Lo único que queda, entonces, es que el gobierno emprenda su larga marcha al que será su desenlace. No es que la hoja de ruta esté clara. Al revés: lo único claro es que ya no habrá claridad alguna a este respecto y ésta será precisamente la trama de los 32 meses que le restan al gobierno. Bienvenidos al campeonato del tira y afloja.
Si vendrán más reformas o si se detendrán, si las cosas se seguirán haciendo mal o se comenzarán a hacer algo mejor, a estas alturas son pelos de la cola. El test al que el gobierno se verá sometido no pasa por ahí. Pasa, más bien, en lo básico, por la necesidad de ordenar y mantener unida a la coalición que lo respalda en un contexto de fortalecimiento político y por el desafío de remontar el ciclo de la desconfianza que ha llenado de nubarrones y sombras los horizontes de la economía.
La Presidenta siente que la Nueva Mayoría es creación suya y todo hace pensar que no la abandonará a su suerte así como así. Cree ser la madre y maestra del bloque. Y seguramente lo es, porque, en realidad, sin ella estos partidos todavía estarían tratando de encontrar una explicación del porqué la centroizquierda fue expulsada del poder el año 2010.
Cuando Michelle Bachelet reapareció en el horizonte político (la verdad es que nunca se fue del todo), la Nueva Mayoría se anardeció no sólo porque olió la sangre del poder, sino también la oportunidad de una suerte de desquite. Los factores articuladores de la nueva coalición fueron dos. El primero, ella, la persona de Miche- lle Bachelet, que era quien tenía los votos y se había alzado en el imaginario nacional como una figura de contornos mesiánicos. El segundo fue el programa, que redactado entre gallos y medianoche se la jugaba por saldar de una vez por todas las cuentas pendientes en materia de igualdad que el país había acumulado no sólo en los últimos 30 años, sino también en los 200 anteriores.
Ambos factores están hoy contra las cuerdas. La popularidad de la Presidenta comenzó a desgastarse desde mediados del año pasado, en un ambiente de inexcusable indolencia por parte del equipo político de entonces, y el carisma se desvaneció el verano, a raíz del caso Caval. La suma de ambos efectos fue devastadora para la Presidenta, al extremo de descompensarla en el plano personal y de volverla desde entonces confusa en sus intervenciones públicas y errática en las decisiones. Bachelet ya dejó de ser la tabla de salvación que había sido para la Nueva Mayoría y hoy por hoy puede ser descarnado -aunque no descaminado- afirmar que la Presidenta es más parte del problema del oficialismo que de su solución.
El nexo que resta entonces es el programa y a sus vaguedades apostaron el cónclave de hace dos semanas y la propia Presidenta en la entrevista a Reportajes del domingo pasado. Todos saben que no se podrá cumplir. Sin embargo, nadie se atreve todavía a trazar el corte entre lo que se podría ejecutar y lo que quedará como letra muerta. Una mínima desviación del cuchillo al hacer el corte podría pasar a llevar arterias importantes del aparato circulatorio de este colectivo. Eso explica el caudal de indefiniciones. El realismo sin renuncia da para todo, y mientras todos mantengan la fe en su propia animita, el conjunto puede proyectar la imagen de un credo compartido. La verdad es que lo que se comparte ya es poco y a nadie en el oficialismo le conviene mucho explicitarlo. A la Presidenta -que le tiene horror a asumir costos políticos y entiende el liderazgo como un maratón de popularidad- menos que a nadie.
Sin duda que la variable económica va a ser importante. Para un gobierno de marcado sesgo antiempresarial y para una coalición política forjada a partir del desprecio al crecimiento, que daba por hecho que Chile crecía al 4% anual incluso si las cosas iban mal, toparse cara a cara con los fantasmas de la escasez presupuestaria, el frenazo del consumo o el aumento del desempleo es aterrador. Son datos que no estaban en el libreto del oficialismo. Tampoco lo estaba el descrédito de la clase política, el aumento de la inseguridad ciudadana a raíz de la delincuencia y la violenta conflictividad que se advierte en distintos ámbitos de la sociedad chilena, cosa que la propia Nueva Mayoría alimentó con entusiasmo e irresponsabilidad en el gobierno anterior. Es una perogrullada decirlo así, pero vaya que se les ha complicado el panorama a La Moneda y al país.
Una cosa, eso sí, es segura: si de aquí a mediados del año próximo, cuando comience la campaña municipal, el gobierno no logra remontar en las encuestas y si la economía no vuelve a dar señales de vitalidad, al gobierno le será difícil mantener ordenadas sus filas. No existe candidato en el mundo que quiera asociarse a una Presidenta impopular o a un gobierno incompetente y perdedor.
Como en el dicho popular, por donde pecas pagas. Querías hacer reformas y las hiciste pésimo. Quieres hacer otras más y, teniendo todo para llevarlas a cabo, estás con miedo. Quieres seguir y no sabes cómo. Sabes que el horno no está para bollos y ya no tienes a quién culpar. ¿No te convendría hacerte ver? ¿No será que estás con problemas serios de liderazgo?
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