Pituca sin Lucas: ligereza y drama
Es raro que a pesar de tener un título horrible como Pituca sin lucas, la nueva teleserie de Mega funcione tan bien. Los capítulos exhibidos esta semana han sido rápidos, están razonablemente bien escritos y se nota el cuidado tanto en la producción como en el montaje, pero sobre todo en el casting, que parece armado de modo matemático, casi sin fisuras. María Eugenia Rencoret, que con este culebrón debuta como directora del área dramática del canal, parece haberse fijado hasta en el último detalle del show, y esa es quizás la marca de estilo que la distancia de modo radical del estilo más bien precario con el que Alex Bowen está enfocando las telenovelas de su ex canal. Por lo mismo, no llama la atención que acá vuelva el mejor Alvaro Rudolphy, que aparece en una versión madura de su personaje de Amores de mercado; ni que Paola Volpato sea capaz de colar una desolada fragilidad a través de los tics de su personaje, o que Mauricio Pesutic intente, de nuevo, jugar al pícaro entrañable. Todos son engranajes que funcionan en la máquina de la ficción y que están probados en varios planos, lo mismo que Augusto Schuster como galán juvenil y Fernando Godoy como un capo cómico con aires de un Yago improbable.
Lo anterior permite que el espectador se encuentre con un universo de referencias conocido, pero no agotado, haciendo que el relato irradie un aura clásica inesperada, permitiendo recuperar cierto tono que parece haber desaparecido en las teleseries vespertinas: el melodrama como una reflexión sobre cuáles son los lazos que componen una familia y una comunidad, aquello que entendieron tan bien Vicente Sabatini y la misma Rencoret en la década de los 90. Esto tiene que ver con que Pituca... es una teleserie sobre la clase media. Si en el desclasamiento descansa la comicidad del programa, el drama proviene desde la descripción ambigua de las ambiciones de ascenso social, de los mapas de un Santiago ficticio retratado desde los espacios de la especulación inmobiliaria, y de la tensión urbana entre centro y periferia de la misma. Por supuesto, no hay voluntad de crítica o comentario alguno de aquello en el show, pero el tránsito que el personaje de Volpato realiza, buscando arriendos en el primer capítulo (de La Dehesa a Vitacura, de Vitacura a Providencia, de Providencia a Ñuñoa, de Ñuñoa a Maipú), compone un mapa eficaz del Santiago del presente.
Así, más allá del modo obsceno en que Mega programó el primer episodio (incrustándolo entre las dos teleseries turcas del prime), el relato funciona, gracias a un equilibrio no forzado entre la comedia y drama. Quizás esto se deba al hecho de que la pareja de Volpato y Rudolphy viva en casas pareadas, lo que puede leerse como una metáfora compleja de los deseos y tensiones del relato, y una indagación sobre cómo la mirada del otro funciona a partir del deseo y la repulsión, del miedo y la atracción, del reflejo y la sospecha. Esto queda claro en el momento en que Schuster abre un agujero en el muro para observar de modo lascivo a su nueva vecina y se encuentra, al otro lado, con una muchacha llorando destrozada.
Lo único preocupante de la nueva teleserie de Mega es el hecho de que, en muchos de sus sentidos, la sombra de la vieja Amores de mercado pesa demasiado sobre ella. La movida está a la vista: Rencoret, en vez de meterse en honduras en un canal nuevo, volvió a lo básico, repitiendo la fórmula de su culebrón más exitoso. Pero el resultado funciona. Mientras en el canal estatal El amor lo manejo yo termina y ya no parece importarle a nadie porque se volvió incoherente e imposible, Pituca sin lucas luce fresca gracias a que su novedad descansa en exhibir el brillo de lo clásico. Paradoja: por ahora, las mejores teleseries de TVN las está haciendo Mega.
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