Pretérito perfecto




Cada mañana camina al revés, cinco pasos de cangrejo hasta el baño. Cepilla sus dientes con mano cambiada, mira la hora en el reflejo del espejo y luego de una ducha normal, se viste con los ojos cerrados. Cuando llega a la cocina (nuevamente en marcha atrás) abre un frasco de mantequilla de maní, toma una regla y mide la distancia exacta que necesita su nariz para sentir el olor del cacahuate. Anota la cifra en un cuaderno, y al comprobar que son los mismos centímetros de ayer, vuelve a respirar tranquila hasta el otro día, cuando nuevamente despierte con esa alarma turbadora de comenzar a olvidar.

Los últimos años de Rosita fueron de un voluntariado sin vocación, obligada a convertirse en cuidadora a tiempo completo de su madre, la mujer que todos llamaban doña Ñeque y que terminó sus días empañada por un mal que nadie quiere recordar: el Alzheimer.

Todo comenzó como un despiste, la inocente confusión de perder un par de cosas, después fueron las palabras, al principio pocas, pronto serían muchas. Un día amaneció sin tener idea dónde estaba, desconoció su casa, luego a su hija, hasta que llegó al punto en el que ni ella misma se reconocía, extravió el carácter de guerrilla y su voluntad acerada pero, al menos, también olvidó llorar.

Después de ásperos meses, los órganos de doña Ñeque tampoco recordaron para qué estaban, su corazón se distrajo y finalmente, hija y madre pudieron descansar en paz. Lágrimas negras recorrieron la carita de la niña, una pena impotente y agotadora de noches en vela que no se puede explicar con adjetivos, comas ni exclamaciones pero sí, con un necesario y merecido punto final.

Una tarde de sol y chubascos salados, después del funeral, Rosita llegó a su casa para derrumbarse en el sofá y contemplar la ausencia, "no tengo a nadie" pensó y un nudo ciego llenó sus tripas, el miedo a heredar el mal sin enfermera cariñosa ni cuidador devoto se hizo incombustible y comenzó a estudiar para escapar de aquel final de crueldad. Por ahí leyó algo que busca prevenir el Alzheimer llamado neuróbica. El 80% del día, afirma la neurociencia, usamos nuestra cabeza en reiterar rutinas, las cuales atrofian y limitan el cerebro sin permitir la renovación y estirón de las neuronas. Por lo mismo, si cambiamos la costumbre repetida con simples ejercicios cerebrales como caminar hacia atrás, vestirnos con ojos cerrados o mirar una foto al revés, obligamos a nuestro disco duro a transpirar. Una zumba para la sesera que la mantendrá despierta, atenta y ocurrente (por eso se explica la reversa rutina matinal de la niñita).

Hace poco, Rosita también vio un video en internet donde científicos descubrieron que uno de los primeros síntomas del deterioro cognitivo es la pérdida del olfato, entonces, medir periódicamente la efectividad del sentido nasal, resulta un método certero para detectar lo antes posible la llegada de esta sombra y claro, cada mañana antes de irse a trabajar (de secretaria y no de enfermera) Rosita realiza el ritual de la mantequilla y la distancia.

Obsesionada con mantener su vida memorizada, la piel de su dormitorio parece de pez porque la ex cuidadora cubre cada pared con escamas multicolores, cientos de Post-it que le ayudan a recordar. En los amarillos escribe fechas importantes como cumpleaños, aniversarios, el día en que salió del colegio y del instituto técnico. Los papelitos azules son para registrar los nombres de sus amigos, compañeros y familiares. En los rosados, todos sus gustos y disgustos; el grupo pop que amó a los quince, la película que se repitió once veces en un cine playero y sus palabras favoritas como prístino, chimichurri, champiñón y colibrí.

También, adornó su living comedor con buenas reproducciones enmarcadas de los autorretratos de William Utermohlen, aquel artista que cuando supo que padecía Alzheimer comenzó a retratarse cada año. Una serie en técnica mixta, atónita y conmovedora que en su último boceto, se aprecia con grafito una cara tan olvidada que sólo se limita a una enorme y pesarosa nariz (curiosamente, el primer sentido que se pierde).

Actualmente, Rosita dedica cada tarde a tatuar su pretérito en bitácoras y almanaques de todo tipo, no hay futuro en su presente, solo un pasado que intenta eternizar. Incluso, esta noche se acuesta pensando en la necesidad de escribir un manual que explique didácticamente cómo funciona cada cosa (igual como en Cien años de soledad). "¿Y si olvido leer?" se pregunta; entonces decide crearlo con dibujos, infografías y recortes.

Ansiosa se duerme, sin saber que pronto despertará de madrugada y el insomnio se vestirá de ojera al descubrir que su rito matutino de cangrejo, probablemente, ya se convirtió en rutina inocua y con esa preocupación de rodillas seguirá su día, enferma por no enfermar, tan preocupada de jamás olvidar que olvida lo más importante, llenar sus días de vida para recordar.

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