Don Giovanni: un comienzo de temporada poco afortunado

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El Don Giovanni que abrió la Temporada Lírica del Municipal de Santiago terminó por ser un título fuera de estilo y visualmente insufrible.


Estaban todos los elementos para que fuera un buen inicio. Pero no fue así. El Don Giovanni que abrió la Temporada Lírica del Municipal de Santiago terminó por ser un título fuera de estilo y visualmente insufrible.

La idea de presentar durante tres años consecutivos las óperas compuestas por Mozart junto al libretista Lorenzo Da Ponte bajo un concepto único comenzó el 2017 con Las Bodas de Fígaro, ahora vino este Don Giovanni y en el 2019 concluirá con Cosí fan tutte. Pero hay que dejar algo claro. Si bien podría haber sido una buena iniciativa, no lo es de la forma en que se está haciendo, a través de una sola escenografía de la que ya se había constatado su nulo aporte. Porque la propuesta de Roberto Platé, un espacio despojado sin mayores cambios y que tiende a la fealdad, en las tres horas de ópera cansa y descontextualiza la creación mozartiana, sin permitir que aquellos momentos significativos estén presentes ni se perciba una sagaz síntesis de sombras y luces. Vale decir, y sólo un par de ejemplos, ¿dónde quedó el cementerio? ¿y el convidado de piedra?

A ello se sumó la tediosa regie de Pierre Constant . No hay que olvidar que la ópera de Mozart combina elementos trágicos y alegres. En el afán de acentuar esto últimos se tendió a un sinfín de sobre estudiados exabruptos nada de divertidos en desmedro de los momentos dramáticos; no extrajo teatralidad ni expresividad de los protagonistas, sino más bien los desdibujó, y acudió a escenas burdas, como fue, entre otras, la última cena con Don Giovanni más bien de picnic en el suelo. Con justa razón el público brindó notorias pifias al final. Sólo se salvó el vestuario que, sin ser de mayor atractivo, se mantuvo dentro de ciertos cánones, en este caso, del siglo XVIII.

Lo orquestal y vocal fueron también dispares. La partitura de Mozart es una inagotable inventiva musical, llena de efervescencia, ligereza, dramatismo e ironía. El director Attilio Cremonesi, que había dirigido Las Bodas de Fígaro, esta vez con un tempo más adecuado, impregnó las páginas con barroquismos brillantes y sutiles caracterizaciones de los personajes, aunque alejado del estilo y donde se echaron de menos matices del real claroscuro, ya sea en la obertura, donde sugirió la ligereza de carácter del protagonista pero no los presagios funestos, en la muerte del Comendador o en la condena final de Don Giovanni.

El elenco tuvo sobradas cualidades, pero no todos fueron estilísticamente apropiados. En el rol protagónico, Levent Bakirci, físicamente atractivo, se desenvolvió escénicamente y lució una voz voluptuosa. Edwin Crossleyt-Mercer fue un Leporello sin chispa en su canto aunque sí más acorde a la partitura. El material vocal de Michelle Bradley (Doña Anna) es rico en matices, generoso y cálido, pero su opulencia no tiene nada qué hacer con Mozart; es más apropiada para algunas heroínas verdianas. Paulina González (Doña Elvira) tuvo su mejor desempeño en el segundo acto, donde lució con adolorida entrega y gran intensidad de sentimiento su aria Mi tradí. Y Marcela González fue una Zerlina adecuada en lo musical y de simpática presencia. Estuvieron bien Soloman Howard como un solemne Comendador, de voz sólida, profunda e inquietante; Joel Prieto como un correcto Don Octavio, que, a pesar unos poco logrados falsetes, mostró una bella y dulce voz, y Matías Moncada (Masetto), de agradable timbre y clara percepción de su rol. Y el Coro, como siempre, muy profesional.

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